lunes, 4 de julio de 2011

Diatriba para sordos (2000)

En 1948, en cierta isla del mediterráneo, estaba esperando su turno bajo la sombra del pánico escénico y de la incertidumbre un judío esquizofrénico de cuarenta y tres años mal vividos llamado Moisés ben Elí, cuyo cuerpo escuálido y maneras bruscas, y que por ningún centímetro de su masa hacía mérito a su nombre; yacía tembloroso con su uniforme blanco preferido ante el ruidoso público. Pero a él le había parecido todo lo contrario desde que los vio al entrar, porque como siempre lo había hecho, vivía perdido en sus pensamientos, en la oscura bóveda de su cabeza. Conformaba la larga fila de aquellos hombres a quienes la locura intentaba ganar ante su conspicuidad y elocuencia, en la fila de Cantor, Gödel y Turing. Había estudiado cientos de libros de física teórica y teología sin llegar nunca a publicar una línea ni compartir sus conclusiones. De todos modos por eso estaba allí y ahora sería diferente, estaba esperando que lo llamaran para decir algo, dispuesto a arrebatarse de su mundo del silencio académico y sacar de su rutina todo lo que siempre quiso decir después de haber cavilado los últimos cuarenta días en absoluto mutismo, como si sintiera también un deber corrosivo de hacerlo. Las ideas arrinconadas en su mente, las más cínicas, las más sesudas, las más vagas; aquellas que tenían la coloración amarillenta del recuerdo, aún las que no comprendía hasta ese momento; una a una salían sin orden de sus cárceles para apoderarse de su conciencia y guiar su lengua antes de la disertación de su vida.
Esperó paciente y se entretuvo haciendo ochos en el suelo con la punta del dedo gordo de su pie descalzo; el otro, con una bota poco lustrada, estaba inmóvil. Le sudaban las manos y le sudaba su memoria buscando las palabras justas, porque jamás había dicho lo que iba a decir. Tras las miradas desordenadas y aisladas de este mundo, las personas parecían impacientes, ya que de todas maneras tampoco sabían lo que iban a escuchar. Serían receptores mecánicos y silentes de las conjeturas más brillantes de un genio anónimo o ignorado por muchos. De cuando en cuando Moisés ben Elí lograba percibir algunas palabras que se vertían en el aire, o quizá en su mente. Al fin y al cabo eran como murmullos incoherentes pues para él todo carecía de sentido en ese hemisferio occidental de guerras y pensamientos ajenos, y en esa sala abarrotada de desconocidos. Agudizaba por un momento su oído y distinguía lamentos; oscuras quejas de gargantas vacilantes de la shoa, pero no decían nada claro, no lo recordaba aunque lo haya vivido en carne propia. Miró su tatuaje en el antebrazo derecho: 1 729, pero no recordó el hebreo ancestral ni sus tradiciones más arraigadas, pues las olvidó para poder incorporar a su mente los conocimientos más profundos de la física.
Por fin sintió que lo llamaban, solemnemente se irguió y caminó hacia el púlpito imaginario de madera barnizada de dulce caoba; jugueteando aún con sus manos en las bolsas, redibujando ochos también, pero desde su nueva perspectiva eran signos de infinito. Miró las cabezas de colores en el auditorio como para fijar su vista en la mirada más compasiva, hasta que el tiempo del silencio le indicó que debía empezar su alegato. Mas no hubo empezado cuando sintió que era otro; por gracia diría lo que nunca hubo entendido en su tradición religiosa milenaria o en sus estudios empíricos sobre las leyes que rigen el universo. Se arrepintió de estar allí, todos sus odios contra sus opresores recrudecieron, palideció, lloró y gritó de dolor por los seis millones de compatriotas; todo esto durante el tiempo que vivieron las diez dimensiones antes de formarse el universo. Ahora restablecido y lúcido, interrumpió su antiguo ser infinitamente efímero y se dirigió a los presentes:

―Soy Moisés ben Elí, su nuevo profeta. No estoy aquí para llenarles las cabezas de utopías. Pretendo ayudarles a conseguir la respuesta, la llave, la salvación última, y esto, señores, con la explicación más subversiva que hayan escuchado jamás. Todo esto es producto, señores, de hondas especulaciones y abstracciones que he tenido que sufrir en los pasados años. Sufrimiento que celebro por el momento epónimo que esta tarde viviremos luego de mis revelaciones. Einstein ―que el Eterno le dé vida para ser el jefe del Estado de Israelnos hizo mirar al cielo con otros ojos. Miremos el cielo señores. En la noche, el cielo guiñe sus miles de ojos porque miente de su legitimidad, de su pasado. Piense cada uno por un momento en su futuro, en la dirección de la flecha de la vida. Mi flecha es amarilla. Aunque no importa el color, sé que va hacia delante, y a veces, hacia atrás, porque recuerdo. Algunas veces vienen a mi cabeza vivencias del pasado, muchas veces, dolor, llanto, y cuando miro en mi futuro, en mi flecha amarilla, todo se nubla. Veo blanco pero mi flecha no cambia de color, no contrasta, me produce una sensación extraña en las pupilas. Sólo mi pensamiento se vuelve difuso y me convenzo, en ese momento, que no pienso nada... ¡y ese es el instante más sublime, señores! Veo en mi futuro a la Nada como al principio, en el momento que el Todo comenzó su propia flecha, la entropía. Esa ley del desorden, del caos anunciado, de lo imposible y aún así fascinante. Y por otro lado está la Ley Divina del Universo, la Ley de Maupertuis-Hamilton, que determina los procesos del orden perfecto y de la Mínima Acción en el cosmos. ¡Es extraordinario señores! Y en el momento en que pienso en ese hecho físico y espiritual a la vez, me siento bien aunque mi presencia sea algo en la Nada y la ensucia. ¡Oh sí, es demasiado extensa, pura e incolora! ¡No encuentro a ver sus límites! Solamente el límite del Todo está cercano, es casi tangible, pero nosotros no lo vemos fácilmente porque no sabemos que existe. La entropía me ensucia con pecado y el pecado, de la nada pura, ensucia algo en el todo. Como Hitler (que el Eterno lo juzgue) llenando el mundo de sangre. Para que entendamos mejor señores, podemos decir que el límite del Todo es mi presente, es decir, la parte posterior de mi flecha amarilla, o sea, la dirección del pasado, cuando empiezo mi entropía. Me dirijo a él, al recuerdo, al Todo, al algo. ¡Pero no sirve señores! No sirve porque evocamos lo que desde el principio nos fue prohibido e intocable; un tabú del destino, un dios de mentiras. Ahora no somos capaces de acercarnos y verlo, no todos. Pero con todo esto que les revelo hoy, lo lograremos. Sólo escuchen cuando les digo: ¡montáos en las flechas y navegad en vuestros tiempos! Sin escoger la dirección entrópica pero la más pura, hacia el orden.
Yo os dirijo desde mi flecha amarilla, vosotros me seguiréis en las vuestras y llenaremos de color nuestro tiempo, recorriendo desde el pasado al futuro y viceversa.
Llenemos ahora este lugar con más color. Lo veo opaco, débil. No hay mucha luz. ¿Podría alguien encender esa lámpara? ¡Sí esa! No, no, la otra.
Pues, os digo que en la Nada tampoco hay luz, es como diáfana, y, aunque seamos algo en Ella, no nos vemos. Estamos allí pero no somos realidad. Allí no llega ni el hálito de nuestra insignificancia. Nos aturdiríamos y nos dolerían nuestras gargantas y tragaríamos áspero las bocanadas de aire puro y a la vez sucio de nada, y nos miraríamos como esperando qué hacer. Como en el caos que predecía Lorentz y sus mariposas. Mas allí no se hace nada pues el trabajo es causa de la caída del ser humano en pecado, y ese trabajo equilibraría la ley de entropía, y por consiguiente, señores, habría una triste contradicción, una falacia caótica y difusa. ¡No hagamos nada y aburrámonos entonces de abrir los ojos! Pues, la realidad es sólo aparente, es el gato de Shrödinger eternamente en la caja, la incertidumbre inexorable es lo verdadero, ya lo decía Heisenberg.

Aplausos y carcajadas abrumadoras se desataron atestando el aposento de extremo a extremo como una poderosa onda invisible. Nadie le entendió una palabra. Al fin y al cabo en un asilo para enfermos mentales, nadie distingue los colores de las flechas ni entiende la segunda ley de la termodinámica.

2 comentarios:

  1. Al principio me aburrí y lo odié pero me gustó el final, valió la pena leerlo (bueno, aunque me brinqué algunas partecillas del discurso jajaja). Pero me gustó, muy interesante... pensé en todos los enfermos mentales que conozco que andan con esos discursillos...

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  2. Gracias Luna por el comentario. Es extraño, de hecho este texto lo terminé hace poco y al principio no tenía ni pies ni cabeza. Fue hace unos días que la pude concretarlo y profundizarlo. Quizá por eso sea un tanto denso y extraño. Pero gracias, nuevamente, por la retroalimentación! Saludos...

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