lunes, 11 de octubre de 2010

El ciclo del polvo (1998)

Antes de morir, a Núñez no le dio tiempo recordar algún pasaje de su vida, ni logró escuchar los chillidos secos y ásperos de los vástagos al quebrarse mientras le estorbaban en su última caída que ni siquiera le dolió.

Varias comunidades de insectos de todas las especies silvestres y labriegas; se desorganizaron en sus faenas y frenaron las labores instintivas, al escuchar el inesperado estruendo al encuentro del cráneo con el suelo arcilloso. Los terrones y la yesca a su vez pudieron percibir el estrépito retrasado como eco, de los esfínteres al laxar sin pudor, seguido en el instante de un agudo y vago sonido que interrumpió el silencio de la usanza del campo. Provenía de los galillos desaforados de dos gaviotas que pasaban por allí sin advertir aquel óbito, cuando tropezaron con el hálito invisible de Núñez que ascendía vertiginoso y se confundía con nubes solitarias, rumbo al juicio.
Ahora quedaba en la tierra aquel cuerpo, que precipitándose con cierto desinterés, no titubeó al tomar entre los maizales una posición casual, pero con la naturalidad de la partida eterna, como si supiera que de todos modos no volvería a moverse.
El pobre Núñez había muerto en su monótona labor. Solo, sin gloria ni epitafio, y no lograría existir en el pensamiento de otro semejante, porque había sido olvidado desde hacía tiempo. Incluso en vida, Núñez había olvidado el sonido de su propio nombre. Solamente la hoz que lo acompañó en sus años de labriego, había caído ausente al lado suyo como extremidad inseparable y único testigo material de su vida insoportable. Núñez antes de occiso, labraba con ímpetu la noble tierra, aún cuando en ocasiones le había entorpecido su vista al inundarla con nubes de polvo escurridizo. Pero ahora Núñez hacía trabajar con armonía, en su corrupción, al inhóspito maizal, metiéndose incipiente entre sus ojos de tierra, piedras y hojas muertas. El color canela de su piel vacilaba de tono mientras vacilaban también las horas, y las manchas cutáneas de la gravedad parecían maquillarse con el rubor de la tierra. Ya para entonces, la hoz incondicional se había acostumbrado a la ausencia de Núñez, al sudor de sus manos, olvidando así, su vínculo casi fraternal.
El mutismo de un tiempo inexistente colmaba los días esquivos desde aquel instante, hasta que las tardes se trocaban en noches, y el viento cansado, zumbaba su ser y se escabullía juguetón por entre las grietas de las estiradas hojas y las espigas erigidas como edificios a su paso. Cuando lograba inmiscuirse en la grotesca escena, el viento parecía acelerar sus ráfagas, corriendo ansioso; como queriendo llevar la noticia muda del remoto deceso, pero en el camino se le olvidaba.
Un viejo perro amarillo, más flaco que el cuerpo amorfo de Núñez, rompió el silencio solemne del campo y acercó sus curiosos pasos ante el aire enrarecido por la carne podrida. Núñez desde su perspectiva a ras del suelo, no lo habría notado al aproximarse, porque las patas huesudas se confundían con los tallos opacos y rígidos de su vecindad. El perro amarillo con la lengüilla tímida, logró lamer las llagas y moretones coagulados, mas inútilmente, porque en su inocencia, el perro no contempló que no recibía como respuesta esperada algún movimiento del posible amo que olía más que nunca a humano; y al percibir en su cerebro el indómito sabor acre, pesado y demasiado intenso para su atrofiado sentido del gusto, abruptamente volvió a tomar su camino invisible y desconocido hasta que otro aroma que prometiera consuelo y alimento atrapara su escaso olfato.
Le dio tiempo al maíz antes de secarse, el contemplar como la intemperie modificaba la cara macilenta de su nuevo compañero, mientras la carne dorsal se confundía con su maltratado y agreste atuendo. Murió con una camisa rayada, la única, de tela simple que se desvanecía con agilidad propia por los lentos movimientos de gusanillos que pululaban impacientes y egoístas desde sus vísceras.
Al paso del perenne tiempo, se imprimió un mensaje ininteligible entre sus desfiguradas cavidades oculares, ahora entreabiertas por remedos de párpados, donde unos ojos taciturnos parecían haber escapado con euforia y júbilo inconcebibles, entre fetos de moscas efímeras. Sus pupilas hubieran querido decir algo con verdadero afán, pero ya era inútil, porque para los oídos de su entorno se hubiera antojado absurdo e inaudible. Quizá anhelaron contar aquello que la muerte le dice al cuerpo incauto cuando lo invade partícula por partícula, robándole su historia y corporeidad.
También la naturaleza notó como aquella parte suya acaso muerta; hacía alardes de vida al dibujar ligeramente un boceto de sonrisa tosca y tácita, como de agradecimiento al fin, entre aquellos restos de carne de labios, marchitos por la rutina y percudidos, que nunca habían besado. Las comisuras se habían paralizado con hipocresía, entre las que alguna vez se llamaron mejillas. Poco a poco salieron sinceras las imperfecciones de una osamenta deteriorada por la falta de calcio, mostrando con honestidad un cráneo amarillento que aún mantenía algunos cabellos adheridos en su superficie y en cuyas grietas se veían algunos despojos de masa gris que todavía emanaban una fetidez inusual, como si en su composición existiera algún material maligno y contaminante. Pero ahora estos restos mortales, transformados en sendos minerales, borraron ante el maizal sus errores de vida para que la naturaleza aprovechara su energía en sus conocidos y enigmáticos aciertos.
En el tiempo interminable de la soledad, se logró disipar el hedor dulzón y cáustico del nauseabundo tejido orgánico. Mas a la naturaleza nunca le avergonzó su olor, porque como decididamente, reclamó para sus entrañas aquellos vestigios y admitió su materia con amor, como en una amalgama de descendencia y origen; incorporándolos para siempre en su ser impersonal. Pero una vez más no tardó en olvidar a esa porción de humanidad cuando formó parte de ella, porque ahora su necio pasto evidenció la insignificancia del polvo. 

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