miércoles, 13 de octubre de 2010

Palomas blancas, palomas grises (2001)

Todas las tardes a eso de la una, el señor de sombrero anacrónico se sienta en una solitaria esquina de una avenida concurrida. Pero hoy no lo hizo. No llegó a su cita eterna con la decepción y nadie podría decir qué provocó su ausencia. Quizá el joven que acompaña a su padre a trabajar en el aserradero y que siempre lo mira al pasar de regreso, podría preguntarse si murió. Pero hoy no era miércoles. Tal vez la mujer bella que lo mira de reojo cada vez con más cuestionamientos que interés se pregunte: ¿Estará enfermo? Pero hoy pasó por esa esquina y en ese instante volvió la cara hacia su bolso para sacar un chicle.
Alguien podría determinar ese cambio de hoy, esa ruptura en la rutina, incluso cuestionarse si a aquel pobre viejo le era ya imposible caminar a tres pies para encontrarse con su amigo invisible, pero no, nadie. Nuestro hombre seguirá siendo un incógnito ya que el mínimo esfuerzo por notar que no está permanece lejos aún de los necios transeúntes cotidianos; y allí, justo donde alguna vez hubo una pared de adobe está el agreste trono de este rey del pasado, esperando que aparezca ese su único aliado en las batallas de la modernidad pero sin poder decir que le extraña, a pesar de tantos y tantos días de compañía a la una con sus nalgas. El ajetreo es ciego y no tiene cura. No verá nunca la luz”, pensó alguna vez el viejo en su asiento pétreo una tarde plomiza de viernes.
Ayer vino y no parecía que le pasara algo, todo fue normal; aunque el recorrido hacia aquel ángulo de piedra que obligatoriamente le había deparado su jubilación, ya no le era tan fácil, pues el viejo notaba con desgano que el arma fiel contra la lluvia y el sol no le sirvió para su propósito de fábrica, sino que desde hace algunos meses iba haciendo una suerte de tercera extremidad, firme y rígida en su andar pausado e incómodo para el afán general. Pero como no podía dejar de asistir a la una de la tarde a la esquina, tampoco podía dejar de llevar el paraguas negro. Con su talante torpe y seco y su sombrero como clavado en su cabeza nevada, más daba la impresión de viejo retirado de alguna milicia que ostentaba algún rango elevado, de alguna batalla perdida en algún libro. Así lo hubiera querido, porque el respeto que pudiera brindar un pensionado de la reparación de bicicletas, no había provocado reverencia alguna.
Aquel día era demasiado luminoso. Las radiaciones solares aguijoneaban las pupilas de los transeúntes y entorpecían con bochorno sus destinos; pero pudo más la rutina que el sopor y el señor de sombrero clavado y tercera pierna apareció a la una, sintiendo con pesar la escasa fluidez de paso que da la senectud pero agradeciendo también la perseverancia que da la costumbre de una cita a solas, cuando al acercarse a su asiento ergonómico por la erosión de sus nalgas sintió como su espalda curveaba forzosamente al impacto de la posición y se tranquilizó. Aún jadeante y sofocado, el anciano ya no pudo ver de una vez las calles de piedra, o los blancos edificios de imponentes columnas clásicas y ventanales condensados, ni observó los faroles esquineros, ni la mano diligente de la limpieza, ni la ceremonia de cortesía de los sombreros, ni las bellas mujeres que meneaban con gracia sus sombrillas y mostraban sus vestidos alargados e inflados en sus faldas, ni la inocencia original de los niños, ni las montañas azules que contrastan con el cielo pálido, ni la tranquilidad que da la paz en pañales, ni nada que hubo conocido en sus épocas de solidaridad y economía del café. Al momento sólo pudo cerrar sus ojos, al compás del salto de sus pies que reaccionaron a la impresión, y respiró profundo, pues no tenía aire, ni ganas, pero esperó una eternidad de cinco minutos, y entonces sí, alzó su vista como desde un hueco queriendo ver su contexto ideal nuevamente, que a pesar de los años no se había podido distorsionar ni confundir con el presente; aquello que le sonreía todos los días a la una de la tarde desde que murió su esposa de un aneurisma en su vetusto palomar. Pero esa vez ya no, no necesitaba el recuerdo doloroso, ni siquiera el olvido: había sido demasiada la tardanza de la lucidez pues no tuvo que esperar la posibilidad de una visión, pues no le dio tiempo. Lo sentía venir eso sí y quizá lo había sabido desde que se pensionó hacía veintiún años: “Llegará tu día” le había dicho su esposa.
Una imagen ahora más clara que sus recuerdos entrañables se empezó a distinguir entre la nube de humo negro y el ambiente arrojó la dulce melodía del ruido, quebrantando cualquier intento de reflexión y se hizo venir lo que siempre esperó sin esperar, pero no lo comprendió a cabalidad. Sin embargo quiso vivir ese minuto, segundo por segundo y abrió los ojos con cierta timidez, como si le fuera devuelta la vista o como si hubiese sido sorprendido sonriendo dormido. El espectro alrededor era real: la polución es una con el calcinante asfalto negro y con las paredes anchas de los edificios. Las miradas estaban perdidas y enfrascadas en sí mismas por el odio al compromiso. La sinceridad ahora es lo que no se dice. La tolerancia ahora es lo mismo que la despreocupación. La ignorancia es el peor de los males. El trabajo, un mal necesario y sabe raro. Todos trabajan. Todos ensucian sus rostros con esa mueca de asco cuando algo sabe raro. Esos autómatas sólo van y vienen como en laboriosa comunidad de hormigas encapsuladas en domos de cristal, con la intención de no tocarse y traspasarse.
El viejo contempló exánime todo aquello que por diferencia de épocas, de momentos y de destinos se le hacía en absoluto desconocido e imposible, por lo que aquella visión impactó su retina e imprimió algo ininteligible en su sensatez. “Simplemente pensó las palomas ya no son blancas”.
Quitó su sombrero como en reverencia. El espasmo de la impresión no había acabado. Sus movimientos eran mecánicos, lo traicionaban. Volteó su vista hacia un punto en lo alto de un edificio que se erguía mudo sobre los demás, y observó en las marquesinas desteñidas, miles de manchas plomizas y alargadas que las coloreaban en el arte burdo de la gravedad. Más alto, inalcanzables y tontas, unas palomas azuladas y grisáceas (quizá por el contacto perpetuo con el humo) yacían revoloteando e impregnando sus entrañas por doquier.
La arrebatada observación del viejo se vio truncada por un golpe líquido de algo en su ceño. Apenas pudo llevar dubitativos sus dedos a la frente y observar su mano, y una inequívoca frustración se apoderó por entero de su realidad: la cuerda esperanza lo había abandonado. Lamió la sustancia blancuzca y gritó a la nada lo que había tratado de ocultar siempre:
¡Todo sabe a mierda de pájaro!

1 comentario:

  1. Me gusta la frase final. Me parece buen texto, tengo la sensación de que das mucha información cuando describís, como un poco recargado pero luego recuerdo conversaciones con vos y me digo naturalmente este es tu estilo. Así sos y así escribís, me gusta como usás todas esas palabrillas domingueras.

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