martes, 18 de enero de 2011

Pomodoro (2002)


"El fuego es el principio y fin de todas las cosas.” Heráclito
 

Ya no sabe qué hacer, sólo ha dado vueltas desordenadas en su taller tratando de encontrar quizá el color, un matiz o un contraste que logre pillar por allí flotando en el vacío de ese espacio, o de su mente enceguecida. Observa abstraído desde diferentes ángulos y perspectivas sin captar ya un ápice de realismo ni de esperanza en lo que hace. Sin duda Pomodoro ya no es el mismo.
Su última pintura es extraordinaria en realidad, pero aún le falta un detalle, un retoque posiblemente, o quizá un elemento infinitésimo de esos que los más ávidos pintores vislumbran sin esfuerzo. Sin embargo, él no lo percibe. Puede que en cada ida y venida, aquí y allá, en la ventana, en una esquina, sentado en su afán; con sus manos en la cabeza desordenando el cabello, o bien, frotándose los ojos enérgicamente; halle esa solución y mitigue así ese dolor insondable, esa su amarga desesperación artística. Aquella ceguera parcial de colores que ni siquiera un colega, ni amigo ni enemigo por lo menos supone, lo ha estado atormentando noche y día, pues ya se torna irreversible. Para colmo, su ojo izquierdo presenta una avanzada catarata que imposibilita cualquier observación clara o cualquier revisión minuciosa o sensible de sus óleos y bocetos. Por eso, Pomodoro siempre usa gafas oscuras y lo justifica diciendo que "la luz de estos tiempos aguijonea el cerebro". Pero irónicamente para los ojos de los demás, aquellos trabajos no dan ningún indicio de desorden congénito que pudiera padecer nuestro artista. Más bien todo lo contrario. 
¿Quién lo hubiera imaginado? ¡Pomodoro, el mejor y más formidable pintor de la región, y de muchas otras, estás confinado a vivir en el exilio de la oscuridad definitivamente!
Hasta el momento nadie se ha enterado de su mal congénito de ceguera parcial de colores y más bien sus pinturas conservan, para sus rivales, un odioso prestigio. Quizá el desconcierto de Pomodoro se suma a este hecho, pero lo celebra resignado y lo acepta sin mayor objeción. Sin embargo Ángela, su amiga más próxima desde los años de sus juergas más acérrimas y que, habiendo conocido sus trabajos y su carácter desde el principio, sospecha desde hace tiempo por el cambio de comportamiento de Pomodoro, en su persona como en sus óleos, porque irremediablemente ella tiene las armas que lo pueden desenmascarar: la peligrosa intuición femenina, la incisiva sagacidad en la apreciación del arte y algo más: un amor profundo y sólido que ella calla.
Pero el ingenuo Pomodoro da por sentado que nadie se va a enterar de su discromatopsia, entretanto, él se las ingenia para hacer el mejor trabajo posible, aunque sea para engañar al ojo, porque ya no es como antes, ya no lo siente.
Pomodoro está divagando en sus pensamientos. Dos golpes en la puerta lo interrumpen. Pomodoro camina y la abre automáticamente. Es Ángela.
–¿Por qué no me has llamado? –replica Ángela mientras besa su mejilla.
–Estaba trabajando –dice Pomodoro retornando a su mutismo.
–Eso lo sé, pero siempre me llamas aunque estés ocupado.
Pomodoro no dice nada.
–¡Es increíble! –grita Ángela cuando se percata del último cuadro.
–Pero, ¿no crees que le falte algo? –agrega Pomodoro mirando el cuadro también.
–¿Qué... qué le puede faltar? Está perfecto así. La composición es magnífica. Tiene equilibrio y, el tema... el tema es más que eso, ¡es sensacional! Es sencillamente perfecto. De veras, esta vez te luciste. –espeta Ángela señalando con la mano abierta al óleo, después de interrogar con la vista a Pomodoro que, dubitativo, no la mira.
–Bueno, entonces, así se quedará. –Pomodoro no está convencido.
–¡Por supuesto! Te aseguro que será un éxito. A todos les va a encantar. Incluso a Vladimir. ¡Estoy segura! Los críticos no tendrán más que elogiarte.
–No sabes lo que dices. Ellos me odian.
–Te envidian, quieres decir. Aunque al fin viene siendo lo mismo.
Llega el silencio durante unos segundos mientras los dos escrutan la pintura.
–...Aunque, aún tengo mis dudas. –dice Pomodoro retomando el tema. ¿No lo ves? Hace falta color, el contraste es pobre. No tiene realismo ni su sensación en la retina.
Pomodoro no sabe con certeza lo que está asegurando. Da unos pasos hacia atrás, mira el cuadro desde lejos, toma aire, embiste el caballete con ira, perfora de una vez el lienzo y acaba con su trabajo de días. Ahora su sensatez se destiñe. Golpea estrepitosamente una pared manchada de colores antiguos y ríe.
–¿Qué has hecho? ¿Te has vuelto neurótico? –le grita Ángela mientras lo toma por su camisa ajada y llena de pringues de pintura.
Pomodoro no dice nada, no tiene aire, sólo la mira a los ojos como tratando de respirar con ellos. Ángela, enfurecida, sale de la habitación dejando sólo su calor en la camisa de Pomodoro. Él no se mueve. No se moverá en una hora, dos, toda la tarde y toda la noche, hasta que se canse de pensar y se duerma.
Ángela ya tiene una semana de no verle ni hablarle y Pomodoro, el mismo tiempo de no comer bien. Esa noche, en la galería de Vladimir se va a exhibir un compendio de sus mejores pinturas. Veintitrés en total. Las últimas que él ha hecho, pero piensa terminar su carrera esa misma noche, lo ha meditado como quien planea un crimen. Así acabará de todos modos, porque su ceguera de colores necesita ya un bastón blanco y una camisa de fuerza. Nadie lo nota aún, creen que la nueva colección de Pomodoro tiene un estilo diferente, incoloro, sin retoques, sin contrastes, no son necesarios. Podrían decir que lo hizo hasta sin mirar, por lo que piensan envidiosamente que es magnífica. La destreza de Pomodoro va más allá de su invalidez visual. Solamente Ángela nota algo extraño en ellas: una escasez de vida.
Todos en su interior admiran la particular forma en que Pomodoro maneja el tema del fuego, su preferido. Casi todos sus cuadros presentan esta alegoría mas sin agotarla. Es sorprendente la manera en que él lo domina y evoca el poder de los incendios, las llamas, el terror, la ceniza. Todo con pinceladas simples y frágiles que provocan a la vista un realismo turbio. Pese a que la nueva colección carece de sobrecargo cromático, se percibe con más frialdad y sentimiento la energía de las flamas en tonos plomizos y cándidos.
El “cambio de estilo” en definitiva gustó. Era irónico, inquietante, gris, sombrío, con una tristeza espeluznante pero extraordinariamente portentoso.
Pomodoro llega tarde, como acostumbra hacerlo, porque en el medio se acepta que la estrella de la noche aparezca a deshoras, pero él no había pensado en el gremio ni en el protocolo, simplemente por capricho no quiso presentarse temprano a su sepelio en vida, quería atrasar lo más posible aquella vergüenza. Se daba tiempo para pensar -si es que podía- y ordenar los detalles de su magna noche, la final. Mas por ello, no sabía que iba a pasar después de ahí. Aún cuando entró sin darse cuenta en la galería y los presentes volteaban a verle y lo ovacionaban con aplausos e incluso algunos hipócritas ¡Bravos! y ¡Hurras!, no sintió nada en su corazón, sólo acató a esbozar una sonrisa mecánicamente y a extender su mano a aquellos que se le acercaban a felicitarlo. Pero no estaba allí, era como el espíritu necio de Pomodoro que irrumpía en el mundo de los físico sin ser visto. Ni siquiera llegó a sentir la euforia de la victoria ni el escalofrío del orgullo. Era un desconocido para sí mismo, no para los demás. Todos ya se habían enfrascado en la felicidad efímera del vino y de la apariencia y aunque Pomodoro no lo exteriorizó, un eco del grito de júbilo por su próxima conquista resonó y lo estremeció de un golpe. Su corazón empezó a dar brincos como nunca antes en su vida. Pomodoro ya no se regía por la conciencia pura, su obstinación ganó sus emociones y se apoderó de él paulatinamente, de otro modo no estaría en aquel lugar, tal vez se hubiera dejado morir entre el olor rancio del aceite y del vino de su taller.
La felicidad ajena se apropia de la sala, y ni así Pomodoro logra ver un horizonte de cordura, un rescoldo de conciencia, porque su pensamiento sólo es del pasado lejano y del futuro próximo, mas no del presente o del ahora instantáneo. Se encuentra enclaustrado en un limbo de colores sin poder verlos, porque esos colores son los que nunca ha visto con los ojos: el gris porvenir, el amarillo recuerdo, el rojo furia, la desesperación carmesí, la tristeza ámbar, el negro obnubilado del pensamiento, el pánico pardusco, el verde soledad, la pasión índigo, el odio azul-rey, el futuro anaranjado marchito, la angustia escarlata, el gris pálido de la agonía, el blanco muerte... Todos ellos crean un nebuloso boceto sin sentido y luego se desdibujan en una cadena interminable de claros y oscuros, de aquí y de allá, de felicidad y de pena; ya con pinceladas delgadas y finas, luego en manchones y franjas insoportables, sin hallar al final un orden coherente en el alma de Pomodoro que se ha dado por desahuciado en su interior. Pero guarda energías porque su obra última y definitiva espera impasible. Es su voluntad, el humo de su aliento y de su vida. Creará el peor remordimiento en la sociedad y perdurará hasta en su vida póstuma, como la mejor obra jamás realizada, porque estará viva para siempre, llena de calor...
Ahora todos beben y se divierten en sus odiosos corazones y se embriagan del éxito impropio. Siempre existe la excusa. Expulsan por sus bocas, como dragones, las llamas de la envidia, recitando y elogiando su propia dicha, sus aciertos artísticos y sus manos prodigio, conociendo muy por dentro que no es más que dialéctica falsa y chapucería del peor orden. El tono farsante es tan normal que nadie se da por aludido. No se percatan ya de la belleza del arte. No les importa. Sus máscaras juguetean con sonrisas y el estiércol de sus almas intensifica su hedor. Pomodoro los odia, por eso arderá en felicidad cuando vean lo que les ha preparado. Se maneja ausente por las grietas de la multitud, pero sus dedos empiezan a temblar y entonces cree que ha llegado la hora y desaparece con pasos acelerados como sus palpitaciones de impaciencia. Escoge y saca de la bodega trasera los instrumentos para su última pintura. Entra de nuevo en la galería, cierra todos los accesos y apaga la alarma contra incendios. Nadie ha notado sus movimientos. Nadie sabrá que sucedió.
Todo abruptamente se colma de un calor infernal y humo asfixiante; de una sensación espantosa de pánico y de un caos dinámico de correr y tropezar. Es un ajetreo estruendoso y horrendo, pero estético para los ojos de Pomodoro que observa orgulloso su dantesca obra y piensa: "Ahora el color de la desesperación se percibe con más claridad y sutileza y los pringues abstractos de la angustia se colorean de un extremo a otro por los alaridos como de perro y los lamentos de ánima de los hipócritas y chapuceros ahora que distinguen bien el blanco muerte, punzante e incisivo de su realidad..." La locura es incolora, pero mantiene un caudal magnífico como un río invisible. El contraste es rico en luces y sombras, de fuego y de humo. El color intenso del pánico ya toma matices exagerados pero rítmicos, retoma constantemente varias posiciones con movimientos graciosos y bruscos cada segundo, como en una agonía eterna. 
Su gran obra, para la memoria se llamará precisamente: La Eterna Agonía.
El griterío se densifica y se une con los estrépitos secos y esporádicos de la combustión. Pero ya no se sabe si es un rumor porque el humo debilita cualquier posibilidad de conciencia y el fuego consume todo inexorable e inconteniblemente. Todo se convierte en una masa amorfa y satánica de belleza oscura y mustia. Ahora es aquí y allá, hoy y mañana, amor y tristeza, pasión y dolor, luz y tinieblas... Todo merma ante el cobijo del fuego, todo se acaba, todo se ensordece en un silencio inerte y lóbrego. Pero muere Pomodoro sin dicha ni emoción, porque nota con fatalidad, en su agonía, que su creación no fue perfecta: no todos ven la muerte del mismo color.

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