lunes, 4 de julio de 2011

Algoritmo para dejar de existir (2006)

Para dejar de existir es necesario, primero, que exista. De no ser así, no podría leer  ni seguir este algoritmo. Por eso, dese usted plena cuenta que existe y entonces sí, continúe leyendo. Segundo, para dejar de existir es necesario que existiendo, quiera además no existir. Si no lo desea en realidad, piense por un momento si existir es suficiente para usted, si lo es, basta, no continúe leyendo. Pero si no lo es, ¿Qué necesita para no solo existir? Analícelo ahora, pero no se detenga mucho, pues no es objeto de este algoritmo querer existir pensando que existe sino enseñarle cómo dejar de existir, recuérdelo. Tampoco es propósito del algoritmo que se suicide, eso no es dejar de existir, es dejar de vivir. Dejar de existir es más que eso, es saber que uno existe pero a la vez no, porque por voluntad uno quiere no existir existiendo. Aunque se dice que existir es solamente ser y que vivir es precisamente eso, vivir. Pero esa discusión semántica se escapa del propósito de este algoritmo. Si dejar de existir se resumiera en morir, todos dejaríamos de existir alguna vez, pero si existe y quiere seguir existiendo no existiendo usted, es diferente que morir, pues morir es cuando sin que lo controlemos cesa la vida, pero decidir dejar de existir aun existiendo, es volitivo y personal, no definitivo y universal. Con solo haber seguido hasta aquí el algoritmo ya se habrá percatado que existe, porque entiende, pues alguien dijo: “Pienso, por ende existo”. Ahora prepárese para no existir. Respire profundamente. Mire a su alrededor, todo existe, o eso parece. Todas las cosas que mira, son. De no serlo así, no las miraría. Pero quizá usted se preguntará ¿Ahora porque veo algo, es? No necesariamente, pues usted no está mirando lo que hay en otro continente, o lo que hay en la cara oculta de la luna, o más allá en el cosmos abierto, o lo que pensó quien formuló este algoritmo y sin embargo, es.  Aunque alguien ha dicho que las cosas no son porque uno las perciba con los sentidos y que las cosas no son sólo materiales sino ideales, que pueden aprehendérselas cognitivamente. Pero esto es otro tema y nuevamente se escapa del algoritmo que le quiere enseñar como dejar de existir. Se iteraría indefinidamente y en algún momento llegaría a dejar de existir el algoritmo para usted o usted para el algoritmo, pues moriría y otro lo tomaría y continuaría el ciclo ad infinitum. Entonces, llegaríamos a la conclusión inequívoca de que no es posible dejar de existir.

Diatriba para sordos (2000)

En 1948, en cierta isla del mediterráneo, estaba esperando su turno bajo la sombra del pánico escénico y de la incertidumbre un judío esquizofrénico de cuarenta y tres años mal vividos llamado Moisés ben Elí, cuyo cuerpo escuálido y maneras bruscas, y que por ningún centímetro de su masa hacía mérito a su nombre; yacía tembloroso con su uniforme blanco preferido ante el ruidoso público. Pero a él le había parecido todo lo contrario desde que los vio al entrar, porque como siempre lo había hecho, vivía perdido en sus pensamientos, en la oscura bóveda de su cabeza. Conformaba la larga fila de aquellos hombres a quienes la locura intentaba ganar ante su conspicuidad y elocuencia, en la fila de Cantor, Gödel y Turing. Había estudiado cientos de libros de física teórica y teología sin llegar nunca a publicar una línea ni compartir sus conclusiones. De todos modos por eso estaba allí y ahora sería diferente, estaba esperando que lo llamaran para decir algo, dispuesto a arrebatarse de su mundo del silencio académico y sacar de su rutina todo lo que siempre quiso decir después de haber cavilado los últimos cuarenta días en absoluto mutismo, como si sintiera también un deber corrosivo de hacerlo. Las ideas arrinconadas en su mente, las más cínicas, las más sesudas, las más vagas; aquellas que tenían la coloración amarillenta del recuerdo, aún las que no comprendía hasta ese momento; una a una salían sin orden de sus cárceles para apoderarse de su conciencia y guiar su lengua antes de la disertación de su vida.
Esperó paciente y se entretuvo haciendo ochos en el suelo con la punta del dedo gordo de su pie descalzo; el otro, con una bota poco lustrada, estaba inmóvil. Le sudaban las manos y le sudaba su memoria buscando las palabras justas, porque jamás había dicho lo que iba a decir. Tras las miradas desordenadas y aisladas de este mundo, las personas parecían impacientes, ya que de todas maneras tampoco sabían lo que iban a escuchar. Serían receptores mecánicos y silentes de las conjeturas más brillantes de un genio anónimo o ignorado por muchos. De cuando en cuando Moisés ben Elí lograba percibir algunas palabras que se vertían en el aire, o quizá en su mente. Al fin y al cabo eran como murmullos incoherentes pues para él todo carecía de sentido en ese hemisferio occidental de guerras y pensamientos ajenos, y en esa sala abarrotada de desconocidos. Agudizaba por un momento su oído y distinguía lamentos; oscuras quejas de gargantas vacilantes de la shoa, pero no decían nada claro, no lo recordaba aunque lo haya vivido en carne propia. Miró su tatuaje en el antebrazo derecho: 1 729, pero no recordó el hebreo ancestral ni sus tradiciones más arraigadas, pues las olvidó para poder incorporar a su mente los conocimientos más profundos de la física.
Por fin sintió que lo llamaban, solemnemente se irguió y caminó hacia el púlpito imaginario de madera barnizada de dulce caoba; jugueteando aún con sus manos en las bolsas, redibujando ochos también, pero desde su nueva perspectiva eran signos de infinito. Miró las cabezas de colores en el auditorio como para fijar su vista en la mirada más compasiva, hasta que el tiempo del silencio le indicó que debía empezar su alegato. Mas no hubo empezado cuando sintió que era otro; por gracia diría lo que nunca hubo entendido en su tradición religiosa milenaria o en sus estudios empíricos sobre las leyes que rigen el universo. Se arrepintió de estar allí, todos sus odios contra sus opresores recrudecieron, palideció, lloró y gritó de dolor por los seis millones de compatriotas; todo esto durante el tiempo que vivieron las diez dimensiones antes de formarse el universo. Ahora restablecido y lúcido, interrumpió su antiguo ser infinitamente efímero y se dirigió a los presentes:

―Soy Moisés ben Elí, su nuevo profeta. No estoy aquí para llenarles las cabezas de utopías. Pretendo ayudarles a conseguir la respuesta, la llave, la salvación última, y esto, señores, con la explicación más subversiva que hayan escuchado jamás. Todo esto es producto, señores, de hondas especulaciones y abstracciones que he tenido que sufrir en los pasados años. Sufrimiento que celebro por el momento epónimo que esta tarde viviremos luego de mis revelaciones. Einstein ―que el Eterno le dé vida para ser el jefe del Estado de Israelnos hizo mirar al cielo con otros ojos. Miremos el cielo señores. En la noche, el cielo guiñe sus miles de ojos porque miente de su legitimidad, de su pasado. Piense cada uno por un momento en su futuro, en la dirección de la flecha de la vida. Mi flecha es amarilla. Aunque no importa el color, sé que va hacia delante, y a veces, hacia atrás, porque recuerdo. Algunas veces vienen a mi cabeza vivencias del pasado, muchas veces, dolor, llanto, y cuando miro en mi futuro, en mi flecha amarilla, todo se nubla. Veo blanco pero mi flecha no cambia de color, no contrasta, me produce una sensación extraña en las pupilas. Sólo mi pensamiento se vuelve difuso y me convenzo, en ese momento, que no pienso nada... ¡y ese es el instante más sublime, señores! Veo en mi futuro a la Nada como al principio, en el momento que el Todo comenzó su propia flecha, la entropía. Esa ley del desorden, del caos anunciado, de lo imposible y aún así fascinante. Y por otro lado está la Ley Divina del Universo, la Ley de Maupertuis-Hamilton, que determina los procesos del orden perfecto y de la Mínima Acción en el cosmos. ¡Es extraordinario señores! Y en el momento en que pienso en ese hecho físico y espiritual a la vez, me siento bien aunque mi presencia sea algo en la Nada y la ensucia. ¡Oh sí, es demasiado extensa, pura e incolora! ¡No encuentro a ver sus límites! Solamente el límite del Todo está cercano, es casi tangible, pero nosotros no lo vemos fácilmente porque no sabemos que existe. La entropía me ensucia con pecado y el pecado, de la nada pura, ensucia algo en el todo. Como Hitler (que el Eterno lo juzgue) llenando el mundo de sangre. Para que entendamos mejor señores, podemos decir que el límite del Todo es mi presente, es decir, la parte posterior de mi flecha amarilla, o sea, la dirección del pasado, cuando empiezo mi entropía. Me dirijo a él, al recuerdo, al Todo, al algo. ¡Pero no sirve señores! No sirve porque evocamos lo que desde el principio nos fue prohibido e intocable; un tabú del destino, un dios de mentiras. Ahora no somos capaces de acercarnos y verlo, no todos. Pero con todo esto que les revelo hoy, lo lograremos. Sólo escuchen cuando les digo: ¡montáos en las flechas y navegad en vuestros tiempos! Sin escoger la dirección entrópica pero la más pura, hacia el orden.
Yo os dirijo desde mi flecha amarilla, vosotros me seguiréis en las vuestras y llenaremos de color nuestro tiempo, recorriendo desde el pasado al futuro y viceversa.
Llenemos ahora este lugar con más color. Lo veo opaco, débil. No hay mucha luz. ¿Podría alguien encender esa lámpara? ¡Sí esa! No, no, la otra.
Pues, os digo que en la Nada tampoco hay luz, es como diáfana, y, aunque seamos algo en Ella, no nos vemos. Estamos allí pero no somos realidad. Allí no llega ni el hálito de nuestra insignificancia. Nos aturdiríamos y nos dolerían nuestras gargantas y tragaríamos áspero las bocanadas de aire puro y a la vez sucio de nada, y nos miraríamos como esperando qué hacer. Como en el caos que predecía Lorentz y sus mariposas. Mas allí no se hace nada pues el trabajo es causa de la caída del ser humano en pecado, y ese trabajo equilibraría la ley de entropía, y por consiguiente, señores, habría una triste contradicción, una falacia caótica y difusa. ¡No hagamos nada y aburrámonos entonces de abrir los ojos! Pues, la realidad es sólo aparente, es el gato de Shrödinger eternamente en la caja, la incertidumbre inexorable es lo verdadero, ya lo decía Heisenberg.

Aplausos y carcajadas abrumadoras se desataron atestando el aposento de extremo a extremo como una poderosa onda invisible. Nadie le entendió una palabra. Al fin y al cabo en un asilo para enfermos mentales, nadie distingue los colores de las flechas ni entiende la segunda ley de la termodinámica.

martes, 18 de enero de 2011

Microrrelatos y Paradojas (2004)

Una piedra en el agua




Los científicos llaman tensión superficial a una propiedad física del agua. Es de suponer que no conocieron lo que con certeza sabía Pedro al respecto.


Engaño del Universo

En una noche estrellada, el cielo guiñe sus miles de ojos porque miente de su legitimidad.


Plagio de la Ingeniería



El Maestro edificó su Iglesia invisible sobre la Petra angular que era Él mismo. El hombre edificó su casa de barajas visible sobre la carta angular del papa. ¡Sopla!


La Moderna Academia de Platón



Que no entre nadie que no sepa geometría euclideana, no euclideana, esférica o riemanniana, hiperbólica o de Bolyái-Lovatchevsky, espacial, diferencial, analítica, proyectiva, descriptiva, de incidencia, de dimensiones bajas, fractal, sagrada, afín, en fin…


El dilema de un científico riguroso



Entiendo un poco del llamado “Efecto Mariposa” según las ecuaciones de Lorentz. Pero me cuesta asimilar lo del efecto que producen las maripositas en el estómago, que no responde a ecuación alguna.



La catástrofe de un hombre que nunca tuvo la oportunidad de arrepentirse


En verdad, esto nunca ocurrió ni ocurrirá.



Historia de la humanidad

Y dijo Dios: Sea la luz, y fue la luz… y después de algún tiempo, decidió apagarla pues confundía a los físicos teóricos.

Pomodoro (2002)


"El fuego es el principio y fin de todas las cosas.” Heráclito
 

Ya no sabe qué hacer, sólo ha dado vueltas desordenadas en su taller tratando de encontrar quizá el color, un matiz o un contraste que logre pillar por allí flotando en el vacío de ese espacio, o de su mente enceguecida. Observa abstraído desde diferentes ángulos y perspectivas sin captar ya un ápice de realismo ni de esperanza en lo que hace. Sin duda Pomodoro ya no es el mismo.
Su última pintura es extraordinaria en realidad, pero aún le falta un detalle, un retoque posiblemente, o quizá un elemento infinitésimo de esos que los más ávidos pintores vislumbran sin esfuerzo. Sin embargo, él no lo percibe. Puede que en cada ida y venida, aquí y allá, en la ventana, en una esquina, sentado en su afán; con sus manos en la cabeza desordenando el cabello, o bien, frotándose los ojos enérgicamente; halle esa solución y mitigue así ese dolor insondable, esa su amarga desesperación artística. Aquella ceguera parcial de colores que ni siquiera un colega, ni amigo ni enemigo por lo menos supone, lo ha estado atormentando noche y día, pues ya se torna irreversible. Para colmo, su ojo izquierdo presenta una avanzada catarata que imposibilita cualquier observación clara o cualquier revisión minuciosa o sensible de sus óleos y bocetos. Por eso, Pomodoro siempre usa gafas oscuras y lo justifica diciendo que "la luz de estos tiempos aguijonea el cerebro". Pero irónicamente para los ojos de los demás, aquellos trabajos no dan ningún indicio de desorden congénito que pudiera padecer nuestro artista. Más bien todo lo contrario. 
¿Quién lo hubiera imaginado? ¡Pomodoro, el mejor y más formidable pintor de la región, y de muchas otras, estás confinado a vivir en el exilio de la oscuridad definitivamente!
Hasta el momento nadie se ha enterado de su mal congénito de ceguera parcial de colores y más bien sus pinturas conservan, para sus rivales, un odioso prestigio. Quizá el desconcierto de Pomodoro se suma a este hecho, pero lo celebra resignado y lo acepta sin mayor objeción. Sin embargo Ángela, su amiga más próxima desde los años de sus juergas más acérrimas y que, habiendo conocido sus trabajos y su carácter desde el principio, sospecha desde hace tiempo por el cambio de comportamiento de Pomodoro, en su persona como en sus óleos, porque irremediablemente ella tiene las armas que lo pueden desenmascarar: la peligrosa intuición femenina, la incisiva sagacidad en la apreciación del arte y algo más: un amor profundo y sólido que ella calla.
Pero el ingenuo Pomodoro da por sentado que nadie se va a enterar de su discromatopsia, entretanto, él se las ingenia para hacer el mejor trabajo posible, aunque sea para engañar al ojo, porque ya no es como antes, ya no lo siente.
Pomodoro está divagando en sus pensamientos. Dos golpes en la puerta lo interrumpen. Pomodoro camina y la abre automáticamente. Es Ángela.
–¿Por qué no me has llamado? –replica Ángela mientras besa su mejilla.
–Estaba trabajando –dice Pomodoro retornando a su mutismo.
–Eso lo sé, pero siempre me llamas aunque estés ocupado.
Pomodoro no dice nada.
–¡Es increíble! –grita Ángela cuando se percata del último cuadro.
–Pero, ¿no crees que le falte algo? –agrega Pomodoro mirando el cuadro también.
–¿Qué... qué le puede faltar? Está perfecto así. La composición es magnífica. Tiene equilibrio y, el tema... el tema es más que eso, ¡es sensacional! Es sencillamente perfecto. De veras, esta vez te luciste. –espeta Ángela señalando con la mano abierta al óleo, después de interrogar con la vista a Pomodoro que, dubitativo, no la mira.
–Bueno, entonces, así se quedará. –Pomodoro no está convencido.
–¡Por supuesto! Te aseguro que será un éxito. A todos les va a encantar. Incluso a Vladimir. ¡Estoy segura! Los críticos no tendrán más que elogiarte.
–No sabes lo que dices. Ellos me odian.
–Te envidian, quieres decir. Aunque al fin viene siendo lo mismo.
Llega el silencio durante unos segundos mientras los dos escrutan la pintura.
–...Aunque, aún tengo mis dudas. –dice Pomodoro retomando el tema. ¿No lo ves? Hace falta color, el contraste es pobre. No tiene realismo ni su sensación en la retina.
Pomodoro no sabe con certeza lo que está asegurando. Da unos pasos hacia atrás, mira el cuadro desde lejos, toma aire, embiste el caballete con ira, perfora de una vez el lienzo y acaba con su trabajo de días. Ahora su sensatez se destiñe. Golpea estrepitosamente una pared manchada de colores antiguos y ríe.
–¿Qué has hecho? ¿Te has vuelto neurótico? –le grita Ángela mientras lo toma por su camisa ajada y llena de pringues de pintura.
Pomodoro no dice nada, no tiene aire, sólo la mira a los ojos como tratando de respirar con ellos. Ángela, enfurecida, sale de la habitación dejando sólo su calor en la camisa de Pomodoro. Él no se mueve. No se moverá en una hora, dos, toda la tarde y toda la noche, hasta que se canse de pensar y se duerma.
Ángela ya tiene una semana de no verle ni hablarle y Pomodoro, el mismo tiempo de no comer bien. Esa noche, en la galería de Vladimir se va a exhibir un compendio de sus mejores pinturas. Veintitrés en total. Las últimas que él ha hecho, pero piensa terminar su carrera esa misma noche, lo ha meditado como quien planea un crimen. Así acabará de todos modos, porque su ceguera de colores necesita ya un bastón blanco y una camisa de fuerza. Nadie lo nota aún, creen que la nueva colección de Pomodoro tiene un estilo diferente, incoloro, sin retoques, sin contrastes, no son necesarios. Podrían decir que lo hizo hasta sin mirar, por lo que piensan envidiosamente que es magnífica. La destreza de Pomodoro va más allá de su invalidez visual. Solamente Ángela nota algo extraño en ellas: una escasez de vida.
Todos en su interior admiran la particular forma en que Pomodoro maneja el tema del fuego, su preferido. Casi todos sus cuadros presentan esta alegoría mas sin agotarla. Es sorprendente la manera en que él lo domina y evoca el poder de los incendios, las llamas, el terror, la ceniza. Todo con pinceladas simples y frágiles que provocan a la vista un realismo turbio. Pese a que la nueva colección carece de sobrecargo cromático, se percibe con más frialdad y sentimiento la energía de las flamas en tonos plomizos y cándidos.
El “cambio de estilo” en definitiva gustó. Era irónico, inquietante, gris, sombrío, con una tristeza espeluznante pero extraordinariamente portentoso.
Pomodoro llega tarde, como acostumbra hacerlo, porque en el medio se acepta que la estrella de la noche aparezca a deshoras, pero él no había pensado en el gremio ni en el protocolo, simplemente por capricho no quiso presentarse temprano a su sepelio en vida, quería atrasar lo más posible aquella vergüenza. Se daba tiempo para pensar -si es que podía- y ordenar los detalles de su magna noche, la final. Mas por ello, no sabía que iba a pasar después de ahí. Aún cuando entró sin darse cuenta en la galería y los presentes volteaban a verle y lo ovacionaban con aplausos e incluso algunos hipócritas ¡Bravos! y ¡Hurras!, no sintió nada en su corazón, sólo acató a esbozar una sonrisa mecánicamente y a extender su mano a aquellos que se le acercaban a felicitarlo. Pero no estaba allí, era como el espíritu necio de Pomodoro que irrumpía en el mundo de los físico sin ser visto. Ni siquiera llegó a sentir la euforia de la victoria ni el escalofrío del orgullo. Era un desconocido para sí mismo, no para los demás. Todos ya se habían enfrascado en la felicidad efímera del vino y de la apariencia y aunque Pomodoro no lo exteriorizó, un eco del grito de júbilo por su próxima conquista resonó y lo estremeció de un golpe. Su corazón empezó a dar brincos como nunca antes en su vida. Pomodoro ya no se regía por la conciencia pura, su obstinación ganó sus emociones y se apoderó de él paulatinamente, de otro modo no estaría en aquel lugar, tal vez se hubiera dejado morir entre el olor rancio del aceite y del vino de su taller.
La felicidad ajena se apropia de la sala, y ni así Pomodoro logra ver un horizonte de cordura, un rescoldo de conciencia, porque su pensamiento sólo es del pasado lejano y del futuro próximo, mas no del presente o del ahora instantáneo. Se encuentra enclaustrado en un limbo de colores sin poder verlos, porque esos colores son los que nunca ha visto con los ojos: el gris porvenir, el amarillo recuerdo, el rojo furia, la desesperación carmesí, la tristeza ámbar, el negro obnubilado del pensamiento, el pánico pardusco, el verde soledad, la pasión índigo, el odio azul-rey, el futuro anaranjado marchito, la angustia escarlata, el gris pálido de la agonía, el blanco muerte... Todos ellos crean un nebuloso boceto sin sentido y luego se desdibujan en una cadena interminable de claros y oscuros, de aquí y de allá, de felicidad y de pena; ya con pinceladas delgadas y finas, luego en manchones y franjas insoportables, sin hallar al final un orden coherente en el alma de Pomodoro que se ha dado por desahuciado en su interior. Pero guarda energías porque su obra última y definitiva espera impasible. Es su voluntad, el humo de su aliento y de su vida. Creará el peor remordimiento en la sociedad y perdurará hasta en su vida póstuma, como la mejor obra jamás realizada, porque estará viva para siempre, llena de calor...
Ahora todos beben y se divierten en sus odiosos corazones y se embriagan del éxito impropio. Siempre existe la excusa. Expulsan por sus bocas, como dragones, las llamas de la envidia, recitando y elogiando su propia dicha, sus aciertos artísticos y sus manos prodigio, conociendo muy por dentro que no es más que dialéctica falsa y chapucería del peor orden. El tono farsante es tan normal que nadie se da por aludido. No se percatan ya de la belleza del arte. No les importa. Sus máscaras juguetean con sonrisas y el estiércol de sus almas intensifica su hedor. Pomodoro los odia, por eso arderá en felicidad cuando vean lo que les ha preparado. Se maneja ausente por las grietas de la multitud, pero sus dedos empiezan a temblar y entonces cree que ha llegado la hora y desaparece con pasos acelerados como sus palpitaciones de impaciencia. Escoge y saca de la bodega trasera los instrumentos para su última pintura. Entra de nuevo en la galería, cierra todos los accesos y apaga la alarma contra incendios. Nadie ha notado sus movimientos. Nadie sabrá que sucedió.
Todo abruptamente se colma de un calor infernal y humo asfixiante; de una sensación espantosa de pánico y de un caos dinámico de correr y tropezar. Es un ajetreo estruendoso y horrendo, pero estético para los ojos de Pomodoro que observa orgulloso su dantesca obra y piensa: "Ahora el color de la desesperación se percibe con más claridad y sutileza y los pringues abstractos de la angustia se colorean de un extremo a otro por los alaridos como de perro y los lamentos de ánima de los hipócritas y chapuceros ahora que distinguen bien el blanco muerte, punzante e incisivo de su realidad..." La locura es incolora, pero mantiene un caudal magnífico como un río invisible. El contraste es rico en luces y sombras, de fuego y de humo. El color intenso del pánico ya toma matices exagerados pero rítmicos, retoma constantemente varias posiciones con movimientos graciosos y bruscos cada segundo, como en una agonía eterna. 
Su gran obra, para la memoria se llamará precisamente: La Eterna Agonía.
El griterío se densifica y se une con los estrépitos secos y esporádicos de la combustión. Pero ya no se sabe si es un rumor porque el humo debilita cualquier posibilidad de conciencia y el fuego consume todo inexorable e inconteniblemente. Todo se convierte en una masa amorfa y satánica de belleza oscura y mustia. Ahora es aquí y allá, hoy y mañana, amor y tristeza, pasión y dolor, luz y tinieblas... Todo merma ante el cobijo del fuego, todo se acaba, todo se ensordece en un silencio inerte y lóbrego. Pero muere Pomodoro sin dicha ni emoción, porque nota con fatalidad, en su agonía, que su creación no fue perfecta: no todos ven la muerte del mismo color.

Pessimum diem ignoto (2002)

Hoy amaneció, igual que cualquier día del almanaque. Sonrió el sol, eso sí, con mayor intensidad. Un día hermoso de celajes pardos, ruidosos de pájaros. El cosmos entero cumple con su rutina, se esmera, pero hoy amaneció allá en el vasto cosmos, más acá en los pájaros, y a pesar de ello, es el día en que se acaba el día. Diem ignoto
La gente camina, susurra, busca y se acostumbra fríamente a lo irremediable, esto es, la labor, el sustento, la ansiedad, el afán. Pero yo permanezco, me detengo en la cotidianeidad y siento que el sol salió sin tomarme en cuenta; se las ingenió para aguijonearme luz sin preguntarme si lo necesitaba porque ni siquiera yo lo sabía, pues hoy, mi hoy, carece de luz en realidad. No existe la armonía de la naturaleza, algo camina mal. No hay concordia con la geometría de los cielos y mi moral.
No me dijeron. Nadie me advirtió que llegaría hoy, donde lo que hice ayer no sirve para nada, donde lo que dije ayer se quedó precisamente allí. Donde al aire que aspiré profundamente en mis suspiros, ya hoy conforman otros que no son los míos, y no lo serán. Donde una gota de recuerdo se hace hoy mar, porque ayer la desprecié y hoy me ahogo en ella. ¿Por qué ha de ser así? ¡Quita el aire de una vez y no con tanta longanimidad! ¡Despréciame hoy nuevamente, no me des más oportunidad! Lo extenuante de toda circunstancia es que lo que se dijo, se ha dicho, se oyó, se asimiló y se le dio tiempo para que germinara. Hoy es un árbol de frutos amargos. Quizá si hubiera desistido en su ocasión, si hubiera retractado en su momento, si hubiera especulado mi destino, ese árbol de amargos frutos no me taparía con su sombra inequívoca, donde no veo moraleja ni sazón, pero sí vislumbro la ironía de un destello y me atrapa la visión de lo que pude haber hecho ayer, en instantes infinitésimos, en medio de los inconstantes movimientos de las hojas lozanas. Me pregunto como un niño a esas edades qué haré ahora. ¿Tendría acaso el valor de trepar por su tronco hasta su seno y divisar allí la plenitud del ayer como un posible hoy trocado? O quizá entonces, desde arriba vería la mejor oportunidad de precipitarme al otro lado, en el vacío de hoy… Cobarde y abrumado me detengo y pienso: Esto lo sabré mañana, cuando habiendo decidido subir con ánimo, esperaré lo que hago hoy para resolver este dilema cruento. Absurdo que también me plantearé el día de mañana pues me detendré y bajaré de nuevo. Y así, en la consecución inexorable de los días, esperaré lo que decida, lo que diga, lo que se oiga, lo que germine, y la efímera tranquilidad me invadirá hasta que muera sin la redención, porque siempre amanecerá igual que cualquier día del almanaque.

miércoles, 5 de enero de 2011

Carta a mi gato perdido (2001)

Querido Lunes:

Desde que te fuiste sólo pienso cuándo vas a aparecer sorpresivamente por la ventana, como de costumbre mojado, hediondo y arañado, cuando te escapabas en esas escapadas de gato que se demoran varios días. Pero sé que no será así, la realidad es que no volverás. Sé que odiabas el bendito cascabel que te obligué poner, pero entiende que debías ser singular y chistoso. Quizá te cansaste del mismo alimento apestoso y concentrado en la misma molesta taza. Tal vez te fastidiaba que siempre te bajara del sillón de un empujón mientras dormías plácidamente, o que te soplara fuerte y prolongado en los oídos, o que te alzara cuando no querías y te apretara contra mi pecho, o de llamarte con ese ridículo nombre que no querías y que sólo impuse, o de maullarme con todos los tonos posibles sin que yo entendiera una “palabra” que significara que tenías hambre. Tal vez por eso dejaste de jugar con cualquier cosa y trepar por las cortinas para atrapar una sombra. Te volviste viejo y aburrido, y es que yo no entiendo eso de los años gatunos, sólo pretendía que eras eterno y que era cierto lo de las nueve vidas. Después de estas semanas sin tus pelos por todo lado, he soñado de todas las maneras imaginables para un chico, el glorioso día de tu aparición. Eras genial, robusto y esbelto con tu traje de gala de levita negra y pechera, guantes y medias blancas y ojos verde lima. Desearía que estuvieras unos segundos solamente, para acariciarte como siempre en tu cabeza, para darte palmaditas, para quedarme viéndote y analizándote mientras no haces nada, o mientras te acicalas lenta y pacientemente, o mientras miras con esos ojos profundos a la nada, nunca a mí. Vuelve, ya me mortifican mis amigos diciéndome que a lo mejor llegaste a formar parte de algún menú oriental o que algún joven bribón te lanzara de algún acantilado o te prendiera fuego después de bañarte en alcohol.
Quizá te cansaste de siempre lo mismo, de dormir dieciocho horas por día encima del televisor o de mi ropa sucia y luego despertar, vagabundear por ahí husmeando cualquier cosa alrededor, cualquier cosa, sin que yo lo comprendiera. O tal vez odiabas que te aplastara la cola con la puerta de la refrigeradora cuando buscaba la leche para darte, que, casi siempre, por tu desesperación, mojaba tus orejas. A veces pienso que realmente no soportabas al perro que, aunque pequeño y fácil de vencer, te fastidiaba la vida con sus estupideces caninas, juegos incomprensibles y ladridos ensordecedores. Te observaba y parecías harto, tratando de ser indiferente y educado, pero después de un rato era demasiado y tenías que morderle una oreja o el cuello para que se fuera melindroso fuera de tu olfato. Pero no entiendo, por otra parte parecía gustarte que te acariciara el pescuezo y torso blanco mientras ronroneabas gustoso. O también cuando te daba a lamer las latas de atún vacías o algún pedazo de paté que cayera al suelo. No he borrado lo único que fuiste capaz de dejarme aparte de dos o tres fotografías familiares. Recuerdas que digitaba en el teclado y estabas un tanto consentido, subiste al escritorio y tecleaste:

eeeeehjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjwqqqqqqqlji344444444444444444444444444444444444444444.

Interrumpiste mi trabajo mas aquí está, lo conservé. Pero, ¿por qué no hablabas? ¿Por qué razón no articulaste palabras? Después de tanto tiempo con los humanos debiste aprender alguna. Aunque entiendo que ustedes los gatos se dedican a ustedes y nada más, a satisfacer cuando les place las ganas de que los consientan o que los alimenten. Creo que subestimé a los felinos, pues pensé que me apreciabas por mis cuidados y todas las muestras de aprecio de mi parte. Hasta te consideraba uno de los nuestros. Mi apego era tal, que iba a castrarte para que permanecieras hogareño el resto de tu vida, precisamente al día siguiente que te fueras.

P.D.: ¿Qué quieren decir las ciento cuatro jotas seguidas?

Atentamente, 

Tu exdueño.