jueves, 14 de agosto de 2014

Peón cuatro rey (2004)

"El juego de los reyes, es el único entre todos los ideados por el hombre que se sustrae soberanamente a toda tiranía del azar y otorga los laureles de vencedor de un modo exclusivo al espíritu" Stefan Zweig
Todos en este mundo somos ajedrecistas. No existe individuo que no se haya enfrentado con la muerte en un tablero bicolor, ni lo habrá. Todos luchamos en favor de nuestros reyes, en esas batallas épicas, invisibles; donde se fraguan sendas estrategias, donde damos movimiento al séquito de emociones y decisiones de nuestras piezas. En esa lenta contienda con el destino opositor, en plena voluntad ante la impotencia de no saber jugar a la vida, pero albergando siempre la esperanza de victoria en nuestros corazones. Yo siempre jugaba negras. Mi padre, desde que yo era muy niño, me adoctrinaba para aniquilar las salidas de las blancas con celadas ineludibles. Después, era ya muy sencillo para que se me mojaran las manos. Diría que fue natural para mí. Me vanagloriaba de que nadie pudiera sacar ventaja de mi posición sino que presta mi inteligencia y locuacidad en el tablero, adquiría inexorable superioridad contra mi adversario con solvencia. Siempre jugaba negras y nunca me preocuparon las blancas. No me gustaba dar el primer paso, más bien acechar y esperar como un felino hambriento mi futura presa era mi táctica: ahí, cuando esa presa tranquila y sosegada, camina y se desenvuelve en el campo sin siquiera imaginar el peligro que le rodea. Entonces sí, ejecutaba con frialdad mis celadas y el rival mermaba su fuerza hasta extinguirse, entonces yo daba el golpe eficaz a su rey y este dimitía prisionero de mis filas. Siempre salía victorioso y me ufanaba de mis movimientos que, meticulosos y calculados, me hacían alcanzar el mate en no muchas jugadas.
Un día me retó un hombre poco hábil para el juego de los reyes. Pero no era más que un tercero que hablaba por otro jugador ignoto en mis latitudes y no sospeché; no pregunté quien era mi contrincante ni me importó, solo escuché en conversaciones ajenas que se trataba de un extranjero incógnito dentro del mundo ajedrecístico profesional. Presumí antes de la contienda por el final que ya había predeterminado en mi ego.
Al comenzar el juego yo me metí en sus pupilas. Quería descifrar el enigma que se escondía tras la apariencia mansa de aquel hombre que con la locuacidad de su defensa logró impacientarme. Su mirada tenía esa firmeza que sólo poseen los jugadores consolidados, y al yo poseer siempre esa posición en todos mis juegos me vi envuelto en mi propia trampa al principio de la partida. Adentrándonos en el juego medio y a medida que el movía sus piezas conquistando mis terrenos ocurrió algo sorprendente: me parecía que jugada tras jugada su semblante iba mudándose, movida tras movida, hasta llegar a verlo convertido en el verdadero rey ahora de carne y hueso al que atacaba con mis piezas de madera. Yo no puede más que doblegarme y sucumbir ante tan avasalladora propuesta de juego, mientras sentía asimismo una metamorfosis: me había bautizado en un súbdito, en un triste peón. Llevé mis manos a mis ojos y advertía el líquido de la derrota salir de ellos después de darme cuenta que perdería irremisiblemente en las siguientes ocho movidas. Al terminar aquel suplicio, noté desconcertado que había perdido con la irónica sensación de haber ganado. Fue insólito. Sentí una euforia difícil de describir y de comprender pues me había aplastado un sencillo hombre, que pese a su simpleza y mansedumbre, me parecía por su grandeza en la partida que él mismo había ingeniado el juego de los reyes. De hecho, supe que era carpintero y había forjado a mano aquellas piezas con las que jugamos la infausta partida.
Tal menoscabo en mi ego me hizo abandonar el ajedrez durante mucho tiempo. Nunca logré asimilar mi descuido y su magnificencia, mi torpeza y su prodigio, por lo que quise conocer más de este personaje indomable que me había diezmado y topé con un libro negro que revelaba su biografía. Tomé el libro con desdén pero al adentrarme en su lectura, me sobrevino un éxtasis: leí el relato de su historia y supe que aquel hombre no era como cualquiera, nadie habría jugado nunca una partida como él. Una de ellas, la más magnífica jamás jugada, donde como en los juegos que se ejecutaban para la diversión de un feudal, se había disputado con humanos para pagar una deuda. Aquel hombre, quien siempre jugaba blancas, había ganado con rapidez posición y privilegio en la apertura de aquel certamen. Su juego medio asimismo fue enorme e impresionante pues ganó doce de aquellos hombres pieza y casi determinó el triunfo fulminante, pero, ante la vista atónita de todos los presentes y a pocas movidas para la victoria, se entregó, canjeando con su adversario sus piezas y bajando desde su posición de mando para personificar al rey negro. ¡Jaque mate! La crónica posterior del juego sentenciaba su actuación como ridícula: un verdadero fiasco, una decepción. Había perdido aquella gran lid en cuatro jugadas que él mismo había hilvanado, dejando que su opositor, Luis Scifer, ganara con todo el peso que le fue entregado. Este hombre nunca había podido vencerle. Ya había esgrimido tres importantes contiendas con aquel extranjero pero sin poder saborear la victoria y por supuesto, no desaprovechó lo que le brindó en bandeja. El relato cuanta además que por aquellos tiempos, cualquier estratagema se valía para ganar (o perder) así que el proceder del carpintero era válido. Entonces Luis Scifer había ganado con trampa legal y aunque siempre lo supo, la codicia por acceder a la victoria no le dejó ver más allá de los alcances de tan maravillosa gesta: era el sacrificio de la partida más importante de todas con un objetivo intrínseco, tan sublime que se pasó por alto entonces. El juego significaba el pago de una deuda incalculable que databa desde el origen propio del juego. Se trata de la historia real (dicen muchos) que se esconde en la leyenda misma de la invención del ajedrez en el Oriente, en un reino escondido entre las regiones de Persia e India. En un desaparecido imperio muy próspero y pacífico e sembradores y aficionados a los inventos ociosos. En aquel tiempo, el rey provisional Sheram, hombre muy sereno, generoso e inocente de corazón, era muy amado por sus súbditos quienes no podrían serle infieles. Los límites de su reino escapaban a la vista del horizonte por sus bastos territorios sembrados de granos y cereales de todas las especies: de trigo y cebada, de arroz y de avena, de quínoa y de chía; los cuales eran el alimento y riqueza de su soberanía. Sheram había heredado temporalmente todo de su padre Elaholam, quien le confió el mando de su reino  mientras él viajaba lejos por un tiempo. El relato cuenta que el rey, preso de aburrimiento y de ocio, propuso una especie de certamen para explotar el ingenio de sus vasallos en la creación de algún invento que divirtiera al rey. Se idearon toda clase de artefactos absurdos e insólitos, pero el invento que provocaría la admiración de Sheram fue un tablero con figuras de madera de dos bandos oponentes. Mandó de inmediato a llamar al inventor de tan maravilloso pasatiempo, al sabio Lahur Sissa, conocido por todos como Seta, un súbdito misterioso y viejo, del que no se sabía su linaje ni procedencia, solo que había sido aprendiz de Elaholam hace muchos años, tantos que posiblemente era una leyenda más que la realidad. Sheram quería recompensarle por su prodigio con lo que Seta así deseara. 
—Heme aquí, excelentísimo Sheram —dijo Seta con una reverencia.
—¡Así que tengo ante mis ojos al ingenioso Lahur Sissa! —dijo el rey impresionado.
El sabio contestó con una inclinación.
—Seta, quiero gratificarte por tu maravillosa creación, pide lo que quieras y te será concedido de inmediato. En el reino de mi padre hay bastante riqueza como para poder cumplir tu deseo más elevado —continuó diciendo el rey—. Lo que pidas, de cierto lo recibirás.
—Oh rey, vive para siempre. Le pido me conceda hasta mañana para meditar mi petición ante su magnánima oferta —contestó el sabio. 
—Que sea como tú dices. 
—Pero permitidme, oh rey, aumentar su diversión con el tablero. Le deseo entregar una guía con las mejores tácticas militares y estrategias del juego, para que el rey lo emplee como bien le parezca —acto seguido, Seta dio un pequeño rollo al paje y continuó—: soberano, deseo que se divierta con mi nuevo obsequio.
—Digno eres de recibir mi benevolencia, fiel Seta —dijo Sheram agradeciéndole con una inclinación. Así Seta partió de la presencia el rey, quien luego envió una orden de darle aviso en el momento que Seta regresara por la mañana. Maravillado el rey con los movimientos de las piezas en el tablero, durmió hasta muy tarde ensayando estrategias como si se tratara de su propia infantería. Mientras tanto Seta, en sus propias jugadas y preso de la soberbia y codicia, fraguó embaucar al ingenuo rey, en una afrenta contra su mismo maestro Elaholam, aprovechando su ausencia.
A la mañana siguiente muy temprano, se le dio aviso al rey que Seta había llegado. Sheram, aún adormilado por la trasnochada, se levantó con dificultad y durante la audiencia con Seta, cabeceaba y bostezaba agotado por la falta de sueño.
—Vive para siempre, oh rey Sheram. Tras maduras reflexiones, he considerado mi petición —dijo Seta con la cabeza inclinada.
—Te escucho —dijo Sheram luego de bostezar.
—Soberano, este en mi deseo: Como en los extensos campos de mi rey abundan los cereales de todas las especies, deseo que se me dé un grano de trigo por la primera casilla del tablero. Dos granos por la segunda. Cuatro también por la tercera. Ocho por la cuarta, dieciséis por la quinta... 
—No sigas que duermo. He comprendido. Mandaré para que te recompensen con la cantidad de granos de trigo que pides y se te entregará el saco respectivo, primero yo —luego hizo unas señas a los sirvientes y prosiguió—. Te pido algo más Seta. Enséñame más acerca de este maravilloso juego.
—Excelentísimo, perdone mi insistencia, pero este pobre hombre, su servidor, vive en condiciones muy deplorables y malsanas. Por favor, haga prometer el pedido exacto de trigo hasta el último grano, y a cambio de esa promesa, le enviaré un inventario aún más detallado de la estrategia militar que se esconde en el juego para que usted, majestad, conquiste multitud de reinos y los disponga al servicio de su padre, y estoy seguro que así ganaría su agradecimiento y admiración. Juro que con las nuevas estrategias que le daré, siempre saldrá victorioso en las batallas imperiales.
El rey fascinado por la propuesta accedió sin pensar, olvidando la promesa que hizo a su padre de cuidar con el más firme recelo el reinado.
—Se te entregará hasta el último grano de trigo. Si no, el reino es tuyo —agregó el rey.
Así, decretó que se hiciera todo cuanto había dicho Seta sellando con las palabras de una promesa. Pero Sheram no interpretó la astucia del malvado Seta hasta que los sátrapas y sabios de la corte le comunicaron la cuestión luego de calcular por horas el número: La cantidad de granos de trigo es inconmensurable, materialmente inmensa e impagable. En todos los graneros privados de Sheram, o del reino, o del mundo entero jamás podrían contener tal cantidad de trigo...
—Habría que mandar que todos los reinos de la Tierra se convirtieran en labrantíos, que todos los mares fueran desecados, que las masas enormes de hielo y la nieve de las regiones polares fueran derretidos, y que los desiertos con esas aguas fueran regados para poder plantar campos repletos de trigales. Pero ni aún así, alcanzaría para pagar la cantidad deseada por Seta —dijo con gravedad, el sabio mayor del rey.
Así, el reino pasó a manos de Seta, Sheram murió de tristeza y su padre no pudo volver al reino arrebatado. Desde entonces el mundo fue poblado por ajedrecistas. Alguien debía pagar esa deuda pues en el decreto real se había estipulado un juego par erogarla. Fue cuando apareció el carpintero como sustituto y ejecutor de tal responsabilidad. Jugó y perdió, depositándose por voluntad en él toda aquella carga, y esa gracia hizo que nadie más tuviera la necesidad de pagarla, ya la cuenta estaba finiquitada. Luis Scifer era en realidad el embustero Lahur Sissa, que había escondido su nombre a través de los múltiples años desde aquel tiempo, pues misteriosamente nunca murió. Pero por la maniobra de aquel juego extraño, había sido derrocado del trono por su propio maestro, el verdadero inventor. Sí, aquel manso carpintero era el mismo padre de Sheram que había vuelto para hacerse responsable de todos, para que el mundo ajedrecista jugara en paz sus contiendas y por consiguiente, para que yo obtuviera siempre la victoria en las mías. Siendo él mismo el rey del juego. ¿Pero por qué el sacrificio? No lo comprendí en ese momento y reconozco que no he logrado comprenderlo aún, quizá él algún día me lo diga. Ahora juego blancas. Peón cuatro rey, mi posición. Así es, me considero un verdadero peón del rey que jugó contra mí y me venció.