jueves, 7 de abril de 2016

Palomas blancas, palomas grises (v. 2015)


Todas las tardes a eso de la una, el señor de sombrero anacrónico se sienta en una esquina bulliciosa de San José como recurso de adaptación a la soledad y a su miedo a las palomas. Pero hoy no lo hizo. No llegó a su cita eterna con la decepción y nadie podría decir qué provocó esta ausencia a su estricta autoterapia de hace seis semanas. Quizá el joven que acompaña a su padre a trabajar en el aserradero y que siempre lo mira al pasar de regreso, podría preguntarse si murió. Pero hoy no era miércoles. Tal vez la mujer apurada que lo mira de reojo cada vez con más cuestionamientos que interés se pregunte: “¿estará enfermo?. Pero hoy pasando por esa esquina de la calle Alfredo Volio y la Avenida 3 volvió la cara hacia su bolso para sacar un chicle.
Alguien podría determinar ese cambio de hoy, esa ruptura en la rutina o incluso llegar a formularse si a aquel pobre viejo le era ya imposible caminar a tres pies para encontrarse con su enemigo invisible. Pero no, nadie. Nuestro hombre seguirá siendo un incógnito pues el mínimo esfuerzo por notar que no está permanece lejos aún de los necios transeúntes cotidianos; y allí, justo donde alguna vez hubo un parque con imponentes palmeras que miraban contentas hacia la fachada de la Parroquia de Nuestra Señora del Carmen, está el agreste trono de este rey del pasado, esperando que aparezca ese su único aliado en las batallas de la modernidad y el dolor, pero sin poder decir que le extraña pese a tantos y tantos días de compañía a la una con sus nalgas. El ajetreo es ciego y no tiene cura. No verá nunca la luz”, pensó alguna vez el viejo en su asiento pétreo una tarde plomiza de viernes.
Lo extraño es que ayer vino y no parecía que le pasara algo. Todo fue normal y aunque el recorrido hacia aquel ángulo de piedra que obligatoriamente le había deparado su jubilación y su autocastigo ya no le era tan fácil, notaba con desgano que el arma fiel contra la lluvia y el sol no le sirvió para su propósito de fábrica, sino que desde hace algunas semanas iba haciendo una suerte de tercera extremidad, firme y rígida en su andar pausado e incómodo para el afán general. Pero como no podía dejar de asistir a la una de la tarde a la esquina para perderle el miedo a las palomas y evocar sus nupcias, tampoco podía dejar de llevar el paraguas negro. Con su talante torpe y seco, y su sombrero como clavado en su cabeza nevada, más daba la impresión de viejo retirado de alguna milicia que ostentaba algún rango elevado en alguna batalla perdida en algún libro. Y así lo hubiera querido, porque el respeto que pudiera brindar un pensionado de la reparación de bicicletas, no había provocado reverencia alguna.
Aquel día era demasiado luminoso. Las radiaciones solares aguijoneaban las pupilas de los transeúntes y palomas, entorpeciendo con bochorno sus destinos; pero pudo más la rutina que el sopor y el señor de sombrero clavado y tercera pierna apareció a la una, sintiendo con pesar la escasa fluidez de paso que da la senectud pero agradeciendo también la perseverancia que da la costumbre de una cita a solas por si esta vez se lograra combatir su miedo de acercarse a aquel fétido palomar, cuando al aproximarse a su asiento ergonómico por la erosión de sus nalgas sintió como su espalda curveaba forzosamente al impacto de la posición mientras cobraba aliento. Miró hacia la iglesia esperó el recuerdo cada vez más borroso, pero una bandada de palomas pasó frente a él de súbito y liquidó su visión más bella para darle un susto de muerte. Aún jadeante y sofocado por la caminata, al anciano le sobrevino un mareo que lo turbó unos segundos, después de los cuales no pudo ver las calles de piedra, o los blancos edificios de imponentes columnas clásicas y ventanales condensados, ni observó los faroles esquineros, ni la mano diligente de la limpieza, ni la ceremonia de cortesía de los sombreros, ni las bellas mujeres que meneaban con gracia sus sombrillas y mostraban sus vestidos alargados e inflados en sus faldas como en el día de su boda en el Carmen; ni la inocencia original de los niños, ni las montañas azules que contrastan con el cielo pálido y pulcro, ni la tranquilidad que da la paz en pañales, ni nada que hubo conocido en sus épocas de solidaridad y economía del café y de fútbol en las plazas después de la misa. Al momento sólo pudo apretar sus ojos varias veces en sincronía con los sístoles y diástoles de la impresión, y luego aspiró profundo una bocanada de la ciudad, pues su aliento era de estertor. No tenía ganas de abrir sus ojos y encontrar el recuerdo ahora doloroso del ritual del arroz a la salida de la iglesia, pero en la oscuridad de sus párpados encontraba el otro recuerdo por el que huía de su casa todos los días a la una. Se debatió en el dilema de la luz y la oscuridad y del aroma de flores y de gases de descomposición, en una eternidad de cinco minutos y luego alzó su vista como desde un hueco queriendo ver su contexto ideal como siempre trataba, aquella perspectiva cabal y balsámica de su mundo feliz que durante las seis semanas no se había podido distorsionar con el peso de la realidad; pero que se destruía segundo a segundo con cada paloma todos los días a la una de la tarde desde que murió su esposa de un aneurisma en su vetusto palomar sin que pudiera ayudarle. Pero esa vez ya no logró negarlo, no era suficiente el recuerdo doloroso de la iglesia para olvidar su cobardía en el otro recuerdo, pues el olor a metano del último día lo traía impregnado en las neuronas. Había sido demasiada la tardanza de la lucidez pues ni siquiera había podido entrar en aquel palomar aún después de cerciorarse de que ya no revoloteaba la última paloma. Unas palabras resonaban como un taladro en su mente: “Es capaz que un día me muera yo aquí y vos no podás entrar”. Y una imagen ahora más clara que sus recuerdos entrañables se empezó a distinguir entre la nube de humo negro y el ambiente arrojó la nefasta y disonante melodía del ruido, quebrantando cualquier intento de reflexión y se hizo venir lo que siempre esperó sin esperar, pero que no comprendió por completo sino a unos segundos de que despertara del letargo de su utopía. Sin embargo quiso vivir ese minuto, segundo por segundo, paloma por paloma, y abrió los ojos con cierta timidez, como si le fuera devuelta la vista o como si hubiese sido sorprendido sonriendo dormido. El espectro alrededor era incontrovertible: “la polución es una con el asfalto negro y calcinante y con las anchas paredes de los edificios. Las miradas están perdidas y enfrascadas en sí mismas por el odio al compromiso y al adoctrinamiento narcisista. La sinceridad ahora es lo que no se dice. La tolerancia ahora es lo mismo que la despreocupación. La ignorancia es el peor de los males. El trabajo, un mal necesario y sabe raro. Todos trabajan. Todos ensucian sus rostros con esa mueca de asco cuando algo sabe raro. Esos autómatas sólo van y vienen como en laboriosa comunidad de hormigas encapsuladas en domos de cristal, con la intención de no tocarse y traspasarse, sus ojos ya no contemplan, ahora van mirando pequeños rectángulos que parecen darles órdenes…”
El viejo contempló exánime todo aquello que por diferencia de épocas, de momentos y de destinos se le hacía en absoluto desconocido e imposible, por lo que aquella visión impactó su retina e imprimió algo ininteligible en su sensatez. “Simplemente ―pensó― las palomas ya no son blancas”.
Quitó su sombrero como en reverencia. El espasmo de la impresión no había acabado. Sus movimientos eran mecánicos, lo traicionaban. El metano de su ropa era más profundo, su cobardía más ineludible, el eco de aquellos gritos más horrorosos. Volteó su vista hacia un punto en lo alto de un edificio que se erguía mudo sobre los demás y observó en las marquesinas y salientes, miles de manchas plomizas y alargadas que las coloreaban en el arte burdo de la gravedad. Más alto, inalcanzables y tontas, unas palomas azuladas y grisáceas (quizá por el contacto perpetuo con el humo) yacían revoloteando e impregnando sus entrañas por doquier e inquietando sus nervios como en la primera noche sin su esposa.
La arrebatada observación del viejo se vio truncada por un golpe líquido de algo en su ceño. Apenas pudo llevar dubitativos sus dedos a la frente y observar su mano, y la frustración inequívoca se apoderó por entero de su realidad: la esperanza senil lo había abandonado. Lamió la sustancia blancuzca y gritó a la nada lo que había tratado de ocultar siempre:

¡Soy como la mierda de pájaro!