jueves, 7 de abril de 2016

Palomas blancas, palomas grises (v. 2015)


Todas las tardes a eso de la una, el señor de sombrero anacrónico se sienta en una esquina bulliciosa de San José como recurso de adaptación a la soledad y a su miedo a las palomas. Pero hoy no lo hizo. No llegó a su cita eterna con la decepción y nadie podría decir qué provocó esta ausencia a su estricta autoterapia de hace seis semanas. Quizá el joven que acompaña a su padre a trabajar en el aserradero y que siempre lo mira al pasar de regreso, podría preguntarse si murió. Pero hoy no era miércoles. Tal vez la mujer apurada que lo mira de reojo cada vez con más cuestionamientos que interés se pregunte: “¿estará enfermo?. Pero hoy pasando por esa esquina de la calle Alfredo Volio y la Avenida 3 volvió la cara hacia su bolso para sacar un chicle.
Alguien podría determinar ese cambio de hoy, esa ruptura en la rutina o incluso llegar a formularse si a aquel pobre viejo le era ya imposible caminar a tres pies para encontrarse con su enemigo invisible. Pero no, nadie. Nuestro hombre seguirá siendo un incógnito pues el mínimo esfuerzo por notar que no está permanece lejos aún de los necios transeúntes cotidianos; y allí, justo donde alguna vez hubo un parque con imponentes palmeras que miraban contentas hacia la fachada de la Parroquia de Nuestra Señora del Carmen, está el agreste trono de este rey del pasado, esperando que aparezca ese su único aliado en las batallas de la modernidad y el dolor, pero sin poder decir que le extraña pese a tantos y tantos días de compañía a la una con sus nalgas. El ajetreo es ciego y no tiene cura. No verá nunca la luz”, pensó alguna vez el viejo en su asiento pétreo una tarde plomiza de viernes.
Lo extraño es que ayer vino y no parecía que le pasara algo. Todo fue normal y aunque el recorrido hacia aquel ángulo de piedra que obligatoriamente le había deparado su jubilación y su autocastigo ya no le era tan fácil, notaba con desgano que el arma fiel contra la lluvia y el sol no le sirvió para su propósito de fábrica, sino que desde hace algunas semanas iba haciendo una suerte de tercera extremidad, firme y rígida en su andar pausado e incómodo para el afán general. Pero como no podía dejar de asistir a la una de la tarde a la esquina para perderle el miedo a las palomas y evocar sus nupcias, tampoco podía dejar de llevar el paraguas negro. Con su talante torpe y seco, y su sombrero como clavado en su cabeza nevada, más daba la impresión de viejo retirado de alguna milicia que ostentaba algún rango elevado en alguna batalla perdida en algún libro. Y así lo hubiera querido, porque el respeto que pudiera brindar un pensionado de la reparación de bicicletas, no había provocado reverencia alguna.
Aquel día era demasiado luminoso. Las radiaciones solares aguijoneaban las pupilas de los transeúntes y palomas, entorpeciendo con bochorno sus destinos; pero pudo más la rutina que el sopor y el señor de sombrero clavado y tercera pierna apareció a la una, sintiendo con pesar la escasa fluidez de paso que da la senectud pero agradeciendo también la perseverancia que da la costumbre de una cita a solas por si esta vez se lograra combatir su miedo de acercarse a aquel fétido palomar, cuando al aproximarse a su asiento ergonómico por la erosión de sus nalgas sintió como su espalda curveaba forzosamente al impacto de la posición mientras cobraba aliento. Miró hacia la iglesia esperó el recuerdo cada vez más borroso, pero una bandada de palomas pasó frente a él de súbito y liquidó su visión más bella para darle un susto de muerte. Aún jadeante y sofocado por la caminata, al anciano le sobrevino un mareo que lo turbó unos segundos, después de los cuales no pudo ver las calles de piedra, o los blancos edificios de imponentes columnas clásicas y ventanales condensados, ni observó los faroles esquineros, ni la mano diligente de la limpieza, ni la ceremonia de cortesía de los sombreros, ni las bellas mujeres que meneaban con gracia sus sombrillas y mostraban sus vestidos alargados e inflados en sus faldas como en el día de su boda en el Carmen; ni la inocencia original de los niños, ni las montañas azules que contrastan con el cielo pálido y pulcro, ni la tranquilidad que da la paz en pañales, ni nada que hubo conocido en sus épocas de solidaridad y economía del café y de fútbol en las plazas después de la misa. Al momento sólo pudo apretar sus ojos varias veces en sincronía con los sístoles y diástoles de la impresión, y luego aspiró profundo una bocanada de la ciudad, pues su aliento era de estertor. No tenía ganas de abrir sus ojos y encontrar el recuerdo ahora doloroso del ritual del arroz a la salida de la iglesia, pero en la oscuridad de sus párpados encontraba el otro recuerdo por el que huía de su casa todos los días a la una. Se debatió en el dilema de la luz y la oscuridad y del aroma de flores y de gases de descomposición, en una eternidad de cinco minutos y luego alzó su vista como desde un hueco queriendo ver su contexto ideal como siempre trataba, aquella perspectiva cabal y balsámica de su mundo feliz que durante las seis semanas no se había podido distorsionar con el peso de la realidad; pero que se destruía segundo a segundo con cada paloma todos los días a la una de la tarde desde que murió su esposa de un aneurisma en su vetusto palomar sin que pudiera ayudarle. Pero esa vez ya no logró negarlo, no era suficiente el recuerdo doloroso de la iglesia para olvidar su cobardía en el otro recuerdo, pues el olor a metano del último día lo traía impregnado en las neuronas. Había sido demasiada la tardanza de la lucidez pues ni siquiera había podido entrar en aquel palomar aún después de cerciorarse de que ya no revoloteaba la última paloma. Unas palabras resonaban como un taladro en su mente: “Es capaz que un día me muera yo aquí y vos no podás entrar”. Y una imagen ahora más clara que sus recuerdos entrañables se empezó a distinguir entre la nube de humo negro y el ambiente arrojó la nefasta y disonante melodía del ruido, quebrantando cualquier intento de reflexión y se hizo venir lo que siempre esperó sin esperar, pero que no comprendió por completo sino a unos segundos de que despertara del letargo de su utopía. Sin embargo quiso vivir ese minuto, segundo por segundo, paloma por paloma, y abrió los ojos con cierta timidez, como si le fuera devuelta la vista o como si hubiese sido sorprendido sonriendo dormido. El espectro alrededor era incontrovertible: “la polución es una con el asfalto negro y calcinante y con las anchas paredes de los edificios. Las miradas están perdidas y enfrascadas en sí mismas por el odio al compromiso y al adoctrinamiento narcisista. La sinceridad ahora es lo que no se dice. La tolerancia ahora es lo mismo que la despreocupación. La ignorancia es el peor de los males. El trabajo, un mal necesario y sabe raro. Todos trabajan. Todos ensucian sus rostros con esa mueca de asco cuando algo sabe raro. Esos autómatas sólo van y vienen como en laboriosa comunidad de hormigas encapsuladas en domos de cristal, con la intención de no tocarse y traspasarse, sus ojos ya no contemplan, ahora van mirando pequeños rectángulos que parecen darles órdenes…”
El viejo contempló exánime todo aquello que por diferencia de épocas, de momentos y de destinos se le hacía en absoluto desconocido e imposible, por lo que aquella visión impactó su retina e imprimió algo ininteligible en su sensatez. “Simplemente ―pensó― las palomas ya no son blancas”.
Quitó su sombrero como en reverencia. El espasmo de la impresión no había acabado. Sus movimientos eran mecánicos, lo traicionaban. El metano de su ropa era más profundo, su cobardía más ineludible, el eco de aquellos gritos más horrorosos. Volteó su vista hacia un punto en lo alto de un edificio que se erguía mudo sobre los demás y observó en las marquesinas y salientes, miles de manchas plomizas y alargadas que las coloreaban en el arte burdo de la gravedad. Más alto, inalcanzables y tontas, unas palomas azuladas y grisáceas (quizá por el contacto perpetuo con el humo) yacían revoloteando e impregnando sus entrañas por doquier e inquietando sus nervios como en la primera noche sin su esposa.
La arrebatada observación del viejo se vio truncada por un golpe líquido de algo en su ceño. Apenas pudo llevar dubitativos sus dedos a la frente y observar su mano, y la frustración inequívoca se apoderó por entero de su realidad: la esperanza senil lo había abandonado. Lamió la sustancia blancuzca y gritó a la nada lo que había tratado de ocultar siempre:

¡Soy como la mierda de pájaro!

jueves, 14 de agosto de 2014

Peón cuatro rey (2004)

"El juego de los reyes, es el único entre todos los ideados por el hombre que se sustrae soberanamente a toda tiranía del azar y otorga los laureles de vencedor de un modo exclusivo al espíritu" Stefan Zweig
Todos en este mundo somos ajedrecistas. No existe individuo que no se haya enfrentado con la muerte en un tablero bicolor, ni lo habrá. Todos luchamos en favor de nuestros reyes, en esas batallas épicas, invisibles; donde se fraguan sendas estrategias, donde damos movimiento al séquito de emociones y decisiones de nuestras piezas. En esa lenta contienda con el destino opositor, en plena voluntad ante la impotencia de no saber jugar a la vida, pero albergando siempre la esperanza de victoria en nuestros corazones. Yo siempre jugaba negras. Mi padre, desde que yo era muy niño, me adoctrinaba para aniquilar las salidas de las blancas con celadas ineludibles. Después, era ya muy sencillo para que se me mojaran las manos. Diría que fue natural para mí. Me vanagloriaba de que nadie pudiera sacar ventaja de mi posición sino que presta mi inteligencia y locuacidad en el tablero, adquiría inexorable superioridad contra mi adversario con solvencia. Siempre jugaba negras y nunca me preocuparon las blancas. No me gustaba dar el primer paso, más bien acechar y esperar como un felino hambriento mi futura presa era mi táctica: ahí, cuando esa presa tranquila y sosegada, camina y se desenvuelve en el campo sin siquiera imaginar el peligro que le rodea. Entonces sí, ejecutaba con frialdad mis celadas y el rival mermaba su fuerza hasta extinguirse, entonces yo daba el golpe eficaz a su rey y este dimitía prisionero de mis filas. Siempre salía victorioso y me ufanaba de mis movimientos que, meticulosos y calculados, me hacían alcanzar el mate en no muchas jugadas.
Un día me retó un hombre poco hábil para el juego de los reyes. Pero no era más que un tercero que hablaba por otro jugador ignoto en mis latitudes y no sospeché; no pregunté quien era mi contrincante ni me importó, solo escuché en conversaciones ajenas que se trataba de un extranjero incógnito dentro del mundo ajedrecístico profesional. Presumí antes de la contienda por el final que ya había predeterminado en mi ego.
Al comenzar el juego yo me metí en sus pupilas. Quería descifrar el enigma que se escondía tras la apariencia mansa de aquel hombre que con la locuacidad de su defensa logró impacientarme. Su mirada tenía esa firmeza que sólo poseen los jugadores consolidados, y al yo poseer siempre esa posición en todos mis juegos me vi envuelto en mi propia trampa al principio de la partida. Adentrándonos en el juego medio y a medida que el movía sus piezas conquistando mis terrenos ocurrió algo sorprendente: me parecía que jugada tras jugada su semblante iba mudándose, movida tras movida, hasta llegar a verlo convertido en el verdadero rey ahora de carne y hueso al que atacaba con mis piezas de madera. Yo no puede más que doblegarme y sucumbir ante tan avasalladora propuesta de juego, mientras sentía asimismo una metamorfosis: me había bautizado en un súbdito, en un triste peón. Llevé mis manos a mis ojos y advertía el líquido de la derrota salir de ellos después de darme cuenta que perdería irremisiblemente en las siguientes ocho movidas. Al terminar aquel suplicio, noté desconcertado que había perdido con la irónica sensación de haber ganado. Fue insólito. Sentí una euforia difícil de describir y de comprender pues me había aplastado un sencillo hombre, que pese a su simpleza y mansedumbre, me parecía por su grandeza en la partida que él mismo había ingeniado el juego de los reyes. De hecho, supe que era carpintero y había forjado a mano aquellas piezas con las que jugamos la infausta partida.
Tal menoscabo en mi ego me hizo abandonar el ajedrez durante mucho tiempo. Nunca logré asimilar mi descuido y su magnificencia, mi torpeza y su prodigio, por lo que quise conocer más de este personaje indomable que me había diezmado y topé con un libro negro que revelaba su biografía. Tomé el libro con desdén pero al adentrarme en su lectura, me sobrevino un éxtasis: leí el relato de su historia y supe que aquel hombre no era como cualquiera, nadie habría jugado nunca una partida como él. Una de ellas, la más magnífica jamás jugada, donde como en los juegos que se ejecutaban para la diversión de un feudal, se había disputado con humanos para pagar una deuda. Aquel hombre, quien siempre jugaba blancas, había ganado con rapidez posición y privilegio en la apertura de aquel certamen. Su juego medio asimismo fue enorme e impresionante pues ganó doce de aquellos hombres pieza y casi determinó el triunfo fulminante, pero, ante la vista atónita de todos los presentes y a pocas movidas para la victoria, se entregó, canjeando con su adversario sus piezas y bajando desde su posición de mando para personificar al rey negro. ¡Jaque mate! La crónica posterior del juego sentenciaba su actuación como ridícula: un verdadero fiasco, una decepción. Había perdido aquella gran lid en cuatro jugadas que él mismo había hilvanado, dejando que su opositor, Luis Scifer, ganara con todo el peso que le fue entregado. Este hombre nunca había podido vencerle. Ya había esgrimido tres importantes contiendas con aquel extranjero pero sin poder saborear la victoria y por supuesto, no desaprovechó lo que le brindó en bandeja. El relato cuanta además que por aquellos tiempos, cualquier estratagema se valía para ganar (o perder) así que el proceder del carpintero era válido. Entonces Luis Scifer había ganado con trampa legal y aunque siempre lo supo, la codicia por acceder a la victoria no le dejó ver más allá de los alcances de tan maravillosa gesta: era el sacrificio de la partida más importante de todas con un objetivo intrínseco, tan sublime que se pasó por alto entonces. El juego significaba el pago de una deuda incalculable que databa desde el origen propio del juego. Se trata de la historia real (dicen muchos) que se esconde en la leyenda misma de la invención del ajedrez en el Oriente, en un reino escondido entre las regiones de Persia e India. En un desaparecido imperio muy próspero y pacífico e sembradores y aficionados a los inventos ociosos. En aquel tiempo, el rey provisional Sheram, hombre muy sereno, generoso e inocente de corazón, era muy amado por sus súbditos quienes no podrían serle infieles. Los límites de su reino escapaban a la vista del horizonte por sus bastos territorios sembrados de granos y cereales de todas las especies: de trigo y cebada, de arroz y de avena, de quínoa y de chía; los cuales eran el alimento y riqueza de su soberanía. Sheram había heredado temporalmente todo de su padre Elaholam, quien le confió el mando de su reino  mientras él viajaba lejos por un tiempo. El relato cuenta que el rey, preso de aburrimiento y de ocio, propuso una especie de certamen para explotar el ingenio de sus vasallos en la creación de algún invento que divirtiera al rey. Se idearon toda clase de artefactos absurdos e insólitos, pero el invento que provocaría la admiración de Sheram fue un tablero con figuras de madera de dos bandos oponentes. Mandó de inmediato a llamar al inventor de tan maravilloso pasatiempo, al sabio Lahur Sissa, conocido por todos como Seta, un súbdito misterioso y viejo, del que no se sabía su linaje ni procedencia, solo que había sido aprendiz de Elaholam hace muchos años, tantos que posiblemente era una leyenda más que la realidad. Sheram quería recompensarle por su prodigio con lo que Seta así deseara. 
—Heme aquí, excelentísimo Sheram —dijo Seta con una reverencia.
—¡Así que tengo ante mis ojos al ingenioso Lahur Sissa! —dijo el rey impresionado.
El sabio contestó con una inclinación.
—Seta, quiero gratificarte por tu maravillosa creación, pide lo que quieras y te será concedido de inmediato. En el reino de mi padre hay bastante riqueza como para poder cumplir tu deseo más elevado —continuó diciendo el rey—. Lo que pidas, de cierto lo recibirás.
—Oh rey, vive para siempre. Le pido me conceda hasta mañana para meditar mi petición ante su magnánima oferta —contestó el sabio. 
—Que sea como tú dices. 
—Pero permitidme, oh rey, aumentar su diversión con el tablero. Le deseo entregar una guía con las mejores tácticas militares y estrategias del juego, para que el rey lo emplee como bien le parezca —acto seguido, Seta dio un pequeño rollo al paje y continuó—: soberano, deseo que se divierta con mi nuevo obsequio.
—Digno eres de recibir mi benevolencia, fiel Seta —dijo Sheram agradeciéndole con una inclinación. Así Seta partió de la presencia el rey, quien luego envió una orden de darle aviso en el momento que Seta regresara por la mañana. Maravillado el rey con los movimientos de las piezas en el tablero, durmió hasta muy tarde ensayando estrategias como si se tratara de su propia infantería. Mientras tanto Seta, en sus propias jugadas y preso de la soberbia y codicia, fraguó embaucar al ingenuo rey, en una afrenta contra su mismo maestro Elaholam, aprovechando su ausencia.
A la mañana siguiente muy temprano, se le dio aviso al rey que Seta había llegado. Sheram, aún adormilado por la trasnochada, se levantó con dificultad y durante la audiencia con Seta, cabeceaba y bostezaba agotado por la falta de sueño.
—Vive para siempre, oh rey Sheram. Tras maduras reflexiones, he considerado mi petición —dijo Seta con la cabeza inclinada.
—Te escucho —dijo Sheram luego de bostezar.
—Soberano, este en mi deseo: Como en los extensos campos de mi rey abundan los cereales de todas las especies, deseo que se me dé un grano de trigo por la primera casilla del tablero. Dos granos por la segunda. Cuatro también por la tercera. Ocho por la cuarta, dieciséis por la quinta... 
—No sigas que duermo. He comprendido. Mandaré para que te recompensen con la cantidad de granos de trigo que pides y se te entregará el saco respectivo, primero yo —luego hizo unas señas a los sirvientes y prosiguió—. Te pido algo más Seta. Enséñame más acerca de este maravilloso juego.
—Excelentísimo, perdone mi insistencia, pero este pobre hombre, su servidor, vive en condiciones muy deplorables y malsanas. Por favor, haga prometer el pedido exacto de trigo hasta el último grano, y a cambio de esa promesa, le enviaré un inventario aún más detallado de la estrategia militar que se esconde en el juego para que usted, majestad, conquiste multitud de reinos y los disponga al servicio de su padre, y estoy seguro que así ganaría su agradecimiento y admiración. Juro que con las nuevas estrategias que le daré, siempre saldrá victorioso en las batallas imperiales.
El rey fascinado por la propuesta accedió sin pensar, olvidando la promesa que hizo a su padre de cuidar con el más firme recelo el reinado.
—Se te entregará hasta el último grano de trigo. Si no, el reino es tuyo —agregó el rey.
Así, decretó que se hiciera todo cuanto había dicho Seta sellando con las palabras de una promesa. Pero Sheram no interpretó la astucia del malvado Seta hasta que los sátrapas y sabios de la corte le comunicaron la cuestión luego de calcular por horas el número: La cantidad de granos de trigo es inconmensurable, materialmente inmensa e impagable. En todos los graneros privados de Sheram, o del reino, o del mundo entero jamás podrían contener tal cantidad de trigo...
—Habría que mandar que todos los reinos de la Tierra se convirtieran en labrantíos, que todos los mares fueran desecados, que las masas enormes de hielo y la nieve de las regiones polares fueran derretidos, y que los desiertos con esas aguas fueran regados para poder plantar campos repletos de trigales. Pero ni aún así, alcanzaría para pagar la cantidad deseada por Seta —dijo con gravedad, el sabio mayor del rey.
Así, el reino pasó a manos de Seta, Sheram murió de tristeza y su padre no pudo volver al reino arrebatado. Desde entonces el mundo fue poblado por ajedrecistas. Alguien debía pagar esa deuda pues en el decreto real se había estipulado un juego par erogarla. Fue cuando apareció el carpintero como sustituto y ejecutor de tal responsabilidad. Jugó y perdió, depositándose por voluntad en él toda aquella carga, y esa gracia hizo que nadie más tuviera la necesidad de pagarla, ya la cuenta estaba finiquitada. Luis Scifer era en realidad el embustero Lahur Sissa, que había escondido su nombre a través de los múltiples años desde aquel tiempo, pues misteriosamente nunca murió. Pero por la maniobra de aquel juego extraño, había sido derrocado del trono por su propio maestro, el verdadero inventor. Sí, aquel manso carpintero era el mismo padre de Sheram que había vuelto para hacerse responsable de todos, para que el mundo ajedrecista jugara en paz sus contiendas y por consiguiente, para que yo obtuviera siempre la victoria en las mías. Siendo él mismo el rey del juego. ¿Pero por qué el sacrificio? No lo comprendí en ese momento y reconozco que no he logrado comprenderlo aún, quizá él algún día me lo diga. Ahora juego blancas. Peón cuatro rey, mi posición. Así es, me considero un verdadero peón del rey que jugó contra mí y me venció.

lunes, 4 de julio de 2011

Algoritmo para dejar de existir (2006)

Para dejar de existir es necesario, primero, que exista. De no ser así, no podría leer  ni seguir este algoritmo. Por eso, dese usted plena cuenta que existe y entonces sí, continúe leyendo. Segundo, para dejar de existir es necesario que existiendo, quiera además no existir. Si no lo desea en realidad, piense por un momento si existir es suficiente para usted, si lo es, basta, no continúe leyendo. Pero si no lo es, ¿Qué necesita para no solo existir? Analícelo ahora, pero no se detenga mucho, pues no es objeto de este algoritmo querer existir pensando que existe sino enseñarle cómo dejar de existir, recuérdelo. Tampoco es propósito del algoritmo que se suicide, eso no es dejar de existir, es dejar de vivir. Dejar de existir es más que eso, es saber que uno existe pero a la vez no, porque por voluntad uno quiere no existir existiendo. Aunque se dice que existir es solamente ser y que vivir es precisamente eso, vivir. Pero esa discusión semántica se escapa del propósito de este algoritmo. Si dejar de existir se resumiera en morir, todos dejaríamos de existir alguna vez, pero si existe y quiere seguir existiendo no existiendo usted, es diferente que morir, pues morir es cuando sin que lo controlemos cesa la vida, pero decidir dejar de existir aun existiendo, es volitivo y personal, no definitivo y universal. Con solo haber seguido hasta aquí el algoritmo ya se habrá percatado que existe, porque entiende, pues alguien dijo: “Pienso, por ende existo”. Ahora prepárese para no existir. Respire profundamente. Mire a su alrededor, todo existe, o eso parece. Todas las cosas que mira, son. De no serlo así, no las miraría. Pero quizá usted se preguntará ¿Ahora porque veo algo, es? No necesariamente, pues usted no está mirando lo que hay en otro continente, o lo que hay en la cara oculta de la luna, o más allá en el cosmos abierto, o lo que pensó quien formuló este algoritmo y sin embargo, es.  Aunque alguien ha dicho que las cosas no son porque uno las perciba con los sentidos y que las cosas no son sólo materiales sino ideales, que pueden aprehendérselas cognitivamente. Pero esto es otro tema y nuevamente se escapa del algoritmo que le quiere enseñar como dejar de existir. Se iteraría indefinidamente y en algún momento llegaría a dejar de existir el algoritmo para usted o usted para el algoritmo, pues moriría y otro lo tomaría y continuaría el ciclo ad infinitum. Entonces, llegaríamos a la conclusión inequívoca de que no es posible dejar de existir.

Diatriba para sordos (2000)

En 1948, en cierta isla del mediterráneo, estaba esperando su turno bajo la sombra del pánico escénico y de la incertidumbre un judío esquizofrénico de cuarenta y tres años mal vividos llamado Moisés ben Elí, cuyo cuerpo escuálido y maneras bruscas, y que por ningún centímetro de su masa hacía mérito a su nombre; yacía tembloroso con su uniforme blanco preferido ante el ruidoso público. Pero a él le había parecido todo lo contrario desde que los vio al entrar, porque como siempre lo había hecho, vivía perdido en sus pensamientos, en la oscura bóveda de su cabeza. Conformaba la larga fila de aquellos hombres a quienes la locura intentaba ganar ante su conspicuidad y elocuencia, en la fila de Cantor, Gödel y Turing. Había estudiado cientos de libros de física teórica y teología sin llegar nunca a publicar una línea ni compartir sus conclusiones. De todos modos por eso estaba allí y ahora sería diferente, estaba esperando que lo llamaran para decir algo, dispuesto a arrebatarse de su mundo del silencio académico y sacar de su rutina todo lo que siempre quiso decir después de haber cavilado los últimos cuarenta días en absoluto mutismo, como si sintiera también un deber corrosivo de hacerlo. Las ideas arrinconadas en su mente, las más cínicas, las más sesudas, las más vagas; aquellas que tenían la coloración amarillenta del recuerdo, aún las que no comprendía hasta ese momento; una a una salían sin orden de sus cárceles para apoderarse de su conciencia y guiar su lengua antes de la disertación de su vida.
Esperó paciente y se entretuvo haciendo ochos en el suelo con la punta del dedo gordo de su pie descalzo; el otro, con una bota poco lustrada, estaba inmóvil. Le sudaban las manos y le sudaba su memoria buscando las palabras justas, porque jamás había dicho lo que iba a decir. Tras las miradas desordenadas y aisladas de este mundo, las personas parecían impacientes, ya que de todas maneras tampoco sabían lo que iban a escuchar. Serían receptores mecánicos y silentes de las conjeturas más brillantes de un genio anónimo o ignorado por muchos. De cuando en cuando Moisés ben Elí lograba percibir algunas palabras que se vertían en el aire, o quizá en su mente. Al fin y al cabo eran como murmullos incoherentes pues para él todo carecía de sentido en ese hemisferio occidental de guerras y pensamientos ajenos, y en esa sala abarrotada de desconocidos. Agudizaba por un momento su oído y distinguía lamentos; oscuras quejas de gargantas vacilantes de la shoa, pero no decían nada claro, no lo recordaba aunque lo haya vivido en carne propia. Miró su tatuaje en el antebrazo derecho: 1 729, pero no recordó el hebreo ancestral ni sus tradiciones más arraigadas, pues las olvidó para poder incorporar a su mente los conocimientos más profundos de la física.
Por fin sintió que lo llamaban, solemnemente se irguió y caminó hacia el púlpito imaginario de madera barnizada de dulce caoba; jugueteando aún con sus manos en las bolsas, redibujando ochos también, pero desde su nueva perspectiva eran signos de infinito. Miró las cabezas de colores en el auditorio como para fijar su vista en la mirada más compasiva, hasta que el tiempo del silencio le indicó que debía empezar su alegato. Mas no hubo empezado cuando sintió que era otro; por gracia diría lo que nunca hubo entendido en su tradición religiosa milenaria o en sus estudios empíricos sobre las leyes que rigen el universo. Se arrepintió de estar allí, todos sus odios contra sus opresores recrudecieron, palideció, lloró y gritó de dolor por los seis millones de compatriotas; todo esto durante el tiempo que vivieron las diez dimensiones antes de formarse el universo. Ahora restablecido y lúcido, interrumpió su antiguo ser infinitamente efímero y se dirigió a los presentes:

―Soy Moisés ben Elí, su nuevo profeta. No estoy aquí para llenarles las cabezas de utopías. Pretendo ayudarles a conseguir la respuesta, la llave, la salvación última, y esto, señores, con la explicación más subversiva que hayan escuchado jamás. Todo esto es producto, señores, de hondas especulaciones y abstracciones que he tenido que sufrir en los pasados años. Sufrimiento que celebro por el momento epónimo que esta tarde viviremos luego de mis revelaciones. Einstein ―que el Eterno le dé vida para ser el jefe del Estado de Israelnos hizo mirar al cielo con otros ojos. Miremos el cielo señores. En la noche, el cielo guiñe sus miles de ojos porque miente de su legitimidad, de su pasado. Piense cada uno por un momento en su futuro, en la dirección de la flecha de la vida. Mi flecha es amarilla. Aunque no importa el color, sé que va hacia delante, y a veces, hacia atrás, porque recuerdo. Algunas veces vienen a mi cabeza vivencias del pasado, muchas veces, dolor, llanto, y cuando miro en mi futuro, en mi flecha amarilla, todo se nubla. Veo blanco pero mi flecha no cambia de color, no contrasta, me produce una sensación extraña en las pupilas. Sólo mi pensamiento se vuelve difuso y me convenzo, en ese momento, que no pienso nada... ¡y ese es el instante más sublime, señores! Veo en mi futuro a la Nada como al principio, en el momento que el Todo comenzó su propia flecha, la entropía. Esa ley del desorden, del caos anunciado, de lo imposible y aún así fascinante. Y por otro lado está la Ley Divina del Universo, la Ley de Maupertuis-Hamilton, que determina los procesos del orden perfecto y de la Mínima Acción en el cosmos. ¡Es extraordinario señores! Y en el momento en que pienso en ese hecho físico y espiritual a la vez, me siento bien aunque mi presencia sea algo en la Nada y la ensucia. ¡Oh sí, es demasiado extensa, pura e incolora! ¡No encuentro a ver sus límites! Solamente el límite del Todo está cercano, es casi tangible, pero nosotros no lo vemos fácilmente porque no sabemos que existe. La entropía me ensucia con pecado y el pecado, de la nada pura, ensucia algo en el todo. Como Hitler (que el Eterno lo juzgue) llenando el mundo de sangre. Para que entendamos mejor señores, podemos decir que el límite del Todo es mi presente, es decir, la parte posterior de mi flecha amarilla, o sea, la dirección del pasado, cuando empiezo mi entropía. Me dirijo a él, al recuerdo, al Todo, al algo. ¡Pero no sirve señores! No sirve porque evocamos lo que desde el principio nos fue prohibido e intocable; un tabú del destino, un dios de mentiras. Ahora no somos capaces de acercarnos y verlo, no todos. Pero con todo esto que les revelo hoy, lo lograremos. Sólo escuchen cuando les digo: ¡montáos en las flechas y navegad en vuestros tiempos! Sin escoger la dirección entrópica pero la más pura, hacia el orden.
Yo os dirijo desde mi flecha amarilla, vosotros me seguiréis en las vuestras y llenaremos de color nuestro tiempo, recorriendo desde el pasado al futuro y viceversa.
Llenemos ahora este lugar con más color. Lo veo opaco, débil. No hay mucha luz. ¿Podría alguien encender esa lámpara? ¡Sí esa! No, no, la otra.
Pues, os digo que en la Nada tampoco hay luz, es como diáfana, y, aunque seamos algo en Ella, no nos vemos. Estamos allí pero no somos realidad. Allí no llega ni el hálito de nuestra insignificancia. Nos aturdiríamos y nos dolerían nuestras gargantas y tragaríamos áspero las bocanadas de aire puro y a la vez sucio de nada, y nos miraríamos como esperando qué hacer. Como en el caos que predecía Lorentz y sus mariposas. Mas allí no se hace nada pues el trabajo es causa de la caída del ser humano en pecado, y ese trabajo equilibraría la ley de entropía, y por consiguiente, señores, habría una triste contradicción, una falacia caótica y difusa. ¡No hagamos nada y aburrámonos entonces de abrir los ojos! Pues, la realidad es sólo aparente, es el gato de Shrödinger eternamente en la caja, la incertidumbre inexorable es lo verdadero, ya lo decía Heisenberg.

Aplausos y carcajadas abrumadoras se desataron atestando el aposento de extremo a extremo como una poderosa onda invisible. Nadie le entendió una palabra. Al fin y al cabo en un asilo para enfermos mentales, nadie distingue los colores de las flechas ni entiende la segunda ley de la termodinámica.

martes, 18 de enero de 2011

Microrrelatos y Paradojas (2004)

Una piedra en el agua




Los científicos llaman tensión superficial a una propiedad física del agua. Es de suponer que no conocieron lo que con certeza sabía Pedro al respecto.


Engaño del Universo

En una noche estrellada, el cielo guiñe sus miles de ojos porque miente de su legitimidad.


Plagio de la Ingeniería



El Maestro edificó su Iglesia invisible sobre la Petra angular que era Él mismo. El hombre edificó su casa de barajas visible sobre la carta angular del papa. ¡Sopla!


La Moderna Academia de Platón



Que no entre nadie que no sepa geometría euclideana, no euclideana, esférica o riemanniana, hiperbólica o de Bolyái-Lovatchevsky, espacial, diferencial, analítica, proyectiva, descriptiva, de incidencia, de dimensiones bajas, fractal, sagrada, afín, en fin…


El dilema de un científico riguroso



Entiendo un poco del llamado “Efecto Mariposa” según las ecuaciones de Lorentz. Pero me cuesta asimilar lo del efecto que producen las maripositas en el estómago, que no responde a ecuación alguna.



La catástrofe de un hombre que nunca tuvo la oportunidad de arrepentirse


En verdad, esto nunca ocurrió ni ocurrirá.



Historia de la humanidad

Y dijo Dios: Sea la luz, y fue la luz… y después de algún tiempo, decidió apagarla pues confundía a los físicos teóricos.

Pomodoro (2002)


"El fuego es el principio y fin de todas las cosas.” Heráclito
 

Ya no sabe qué hacer, sólo ha dado vueltas desordenadas en su taller tratando de encontrar quizá el color, un matiz o un contraste que logre pillar por allí flotando en el vacío de ese espacio, o de su mente enceguecida. Observa abstraído desde diferentes ángulos y perspectivas sin captar ya un ápice de realismo ni de esperanza en lo que hace. Sin duda Pomodoro ya no es el mismo.
Su última pintura es extraordinaria en realidad, pero aún le falta un detalle, un retoque posiblemente, o quizá un elemento infinitésimo de esos que los más ávidos pintores vislumbran sin esfuerzo. Sin embargo, él no lo percibe. Puede que en cada ida y venida, aquí y allá, en la ventana, en una esquina, sentado en su afán; con sus manos en la cabeza desordenando el cabello, o bien, frotándose los ojos enérgicamente; halle esa solución y mitigue así ese dolor insondable, esa su amarga desesperación artística. Aquella ceguera parcial de colores que ni siquiera un colega, ni amigo ni enemigo por lo menos supone, lo ha estado atormentando noche y día, pues ya se torna irreversible. Para colmo, su ojo izquierdo presenta una avanzada catarata que imposibilita cualquier observación clara o cualquier revisión minuciosa o sensible de sus óleos y bocetos. Por eso, Pomodoro siempre usa gafas oscuras y lo justifica diciendo que "la luz de estos tiempos aguijonea el cerebro". Pero irónicamente para los ojos de los demás, aquellos trabajos no dan ningún indicio de desorden congénito que pudiera padecer nuestro artista. Más bien todo lo contrario. 
¿Quién lo hubiera imaginado? ¡Pomodoro, el mejor y más formidable pintor de la región, y de muchas otras, estás confinado a vivir en el exilio de la oscuridad definitivamente!
Hasta el momento nadie se ha enterado de su mal congénito de ceguera parcial de colores y más bien sus pinturas conservan, para sus rivales, un odioso prestigio. Quizá el desconcierto de Pomodoro se suma a este hecho, pero lo celebra resignado y lo acepta sin mayor objeción. Sin embargo Ángela, su amiga más próxima desde los años de sus juergas más acérrimas y que, habiendo conocido sus trabajos y su carácter desde el principio, sospecha desde hace tiempo por el cambio de comportamiento de Pomodoro, en su persona como en sus óleos, porque irremediablemente ella tiene las armas que lo pueden desenmascarar: la peligrosa intuición femenina, la incisiva sagacidad en la apreciación del arte y algo más: un amor profundo y sólido que ella calla.
Pero el ingenuo Pomodoro da por sentado que nadie se va a enterar de su discromatopsia, entretanto, él se las ingenia para hacer el mejor trabajo posible, aunque sea para engañar al ojo, porque ya no es como antes, ya no lo siente.
Pomodoro está divagando en sus pensamientos. Dos golpes en la puerta lo interrumpen. Pomodoro camina y la abre automáticamente. Es Ángela.
–¿Por qué no me has llamado? –replica Ángela mientras besa su mejilla.
–Estaba trabajando –dice Pomodoro retornando a su mutismo.
–Eso lo sé, pero siempre me llamas aunque estés ocupado.
Pomodoro no dice nada.
–¡Es increíble! –grita Ángela cuando se percata del último cuadro.
–Pero, ¿no crees que le falte algo? –agrega Pomodoro mirando el cuadro también.
–¿Qué... qué le puede faltar? Está perfecto así. La composición es magnífica. Tiene equilibrio y, el tema... el tema es más que eso, ¡es sensacional! Es sencillamente perfecto. De veras, esta vez te luciste. –espeta Ángela señalando con la mano abierta al óleo, después de interrogar con la vista a Pomodoro que, dubitativo, no la mira.
–Bueno, entonces, así se quedará. –Pomodoro no está convencido.
–¡Por supuesto! Te aseguro que será un éxito. A todos les va a encantar. Incluso a Vladimir. ¡Estoy segura! Los críticos no tendrán más que elogiarte.
–No sabes lo que dices. Ellos me odian.
–Te envidian, quieres decir. Aunque al fin viene siendo lo mismo.
Llega el silencio durante unos segundos mientras los dos escrutan la pintura.
–...Aunque, aún tengo mis dudas. –dice Pomodoro retomando el tema. ¿No lo ves? Hace falta color, el contraste es pobre. No tiene realismo ni su sensación en la retina.
Pomodoro no sabe con certeza lo que está asegurando. Da unos pasos hacia atrás, mira el cuadro desde lejos, toma aire, embiste el caballete con ira, perfora de una vez el lienzo y acaba con su trabajo de días. Ahora su sensatez se destiñe. Golpea estrepitosamente una pared manchada de colores antiguos y ríe.
–¿Qué has hecho? ¿Te has vuelto neurótico? –le grita Ángela mientras lo toma por su camisa ajada y llena de pringues de pintura.
Pomodoro no dice nada, no tiene aire, sólo la mira a los ojos como tratando de respirar con ellos. Ángela, enfurecida, sale de la habitación dejando sólo su calor en la camisa de Pomodoro. Él no se mueve. No se moverá en una hora, dos, toda la tarde y toda la noche, hasta que se canse de pensar y se duerma.
Ángela ya tiene una semana de no verle ni hablarle y Pomodoro, el mismo tiempo de no comer bien. Esa noche, en la galería de Vladimir se va a exhibir un compendio de sus mejores pinturas. Veintitrés en total. Las últimas que él ha hecho, pero piensa terminar su carrera esa misma noche, lo ha meditado como quien planea un crimen. Así acabará de todos modos, porque su ceguera de colores necesita ya un bastón blanco y una camisa de fuerza. Nadie lo nota aún, creen que la nueva colección de Pomodoro tiene un estilo diferente, incoloro, sin retoques, sin contrastes, no son necesarios. Podrían decir que lo hizo hasta sin mirar, por lo que piensan envidiosamente que es magnífica. La destreza de Pomodoro va más allá de su invalidez visual. Solamente Ángela nota algo extraño en ellas: una escasez de vida.
Todos en su interior admiran la particular forma en que Pomodoro maneja el tema del fuego, su preferido. Casi todos sus cuadros presentan esta alegoría mas sin agotarla. Es sorprendente la manera en que él lo domina y evoca el poder de los incendios, las llamas, el terror, la ceniza. Todo con pinceladas simples y frágiles que provocan a la vista un realismo turbio. Pese a que la nueva colección carece de sobrecargo cromático, se percibe con más frialdad y sentimiento la energía de las flamas en tonos plomizos y cándidos.
El “cambio de estilo” en definitiva gustó. Era irónico, inquietante, gris, sombrío, con una tristeza espeluznante pero extraordinariamente portentoso.
Pomodoro llega tarde, como acostumbra hacerlo, porque en el medio se acepta que la estrella de la noche aparezca a deshoras, pero él no había pensado en el gremio ni en el protocolo, simplemente por capricho no quiso presentarse temprano a su sepelio en vida, quería atrasar lo más posible aquella vergüenza. Se daba tiempo para pensar -si es que podía- y ordenar los detalles de su magna noche, la final. Mas por ello, no sabía que iba a pasar después de ahí. Aún cuando entró sin darse cuenta en la galería y los presentes volteaban a verle y lo ovacionaban con aplausos e incluso algunos hipócritas ¡Bravos! y ¡Hurras!, no sintió nada en su corazón, sólo acató a esbozar una sonrisa mecánicamente y a extender su mano a aquellos que se le acercaban a felicitarlo. Pero no estaba allí, era como el espíritu necio de Pomodoro que irrumpía en el mundo de los físico sin ser visto. Ni siquiera llegó a sentir la euforia de la victoria ni el escalofrío del orgullo. Era un desconocido para sí mismo, no para los demás. Todos ya se habían enfrascado en la felicidad efímera del vino y de la apariencia y aunque Pomodoro no lo exteriorizó, un eco del grito de júbilo por su próxima conquista resonó y lo estremeció de un golpe. Su corazón empezó a dar brincos como nunca antes en su vida. Pomodoro ya no se regía por la conciencia pura, su obstinación ganó sus emociones y se apoderó de él paulatinamente, de otro modo no estaría en aquel lugar, tal vez se hubiera dejado morir entre el olor rancio del aceite y del vino de su taller.
La felicidad ajena se apropia de la sala, y ni así Pomodoro logra ver un horizonte de cordura, un rescoldo de conciencia, porque su pensamiento sólo es del pasado lejano y del futuro próximo, mas no del presente o del ahora instantáneo. Se encuentra enclaustrado en un limbo de colores sin poder verlos, porque esos colores son los que nunca ha visto con los ojos: el gris porvenir, el amarillo recuerdo, el rojo furia, la desesperación carmesí, la tristeza ámbar, el negro obnubilado del pensamiento, el pánico pardusco, el verde soledad, la pasión índigo, el odio azul-rey, el futuro anaranjado marchito, la angustia escarlata, el gris pálido de la agonía, el blanco muerte... Todos ellos crean un nebuloso boceto sin sentido y luego se desdibujan en una cadena interminable de claros y oscuros, de aquí y de allá, de felicidad y de pena; ya con pinceladas delgadas y finas, luego en manchones y franjas insoportables, sin hallar al final un orden coherente en el alma de Pomodoro que se ha dado por desahuciado en su interior. Pero guarda energías porque su obra última y definitiva espera impasible. Es su voluntad, el humo de su aliento y de su vida. Creará el peor remordimiento en la sociedad y perdurará hasta en su vida póstuma, como la mejor obra jamás realizada, porque estará viva para siempre, llena de calor...
Ahora todos beben y se divierten en sus odiosos corazones y se embriagan del éxito impropio. Siempre existe la excusa. Expulsan por sus bocas, como dragones, las llamas de la envidia, recitando y elogiando su propia dicha, sus aciertos artísticos y sus manos prodigio, conociendo muy por dentro que no es más que dialéctica falsa y chapucería del peor orden. El tono farsante es tan normal que nadie se da por aludido. No se percatan ya de la belleza del arte. No les importa. Sus máscaras juguetean con sonrisas y el estiércol de sus almas intensifica su hedor. Pomodoro los odia, por eso arderá en felicidad cuando vean lo que les ha preparado. Se maneja ausente por las grietas de la multitud, pero sus dedos empiezan a temblar y entonces cree que ha llegado la hora y desaparece con pasos acelerados como sus palpitaciones de impaciencia. Escoge y saca de la bodega trasera los instrumentos para su última pintura. Entra de nuevo en la galería, cierra todos los accesos y apaga la alarma contra incendios. Nadie ha notado sus movimientos. Nadie sabrá que sucedió.
Todo abruptamente se colma de un calor infernal y humo asfixiante; de una sensación espantosa de pánico y de un caos dinámico de correr y tropezar. Es un ajetreo estruendoso y horrendo, pero estético para los ojos de Pomodoro que observa orgulloso su dantesca obra y piensa: "Ahora el color de la desesperación se percibe con más claridad y sutileza y los pringues abstractos de la angustia se colorean de un extremo a otro por los alaridos como de perro y los lamentos de ánima de los hipócritas y chapuceros ahora que distinguen bien el blanco muerte, punzante e incisivo de su realidad..." La locura es incolora, pero mantiene un caudal magnífico como un río invisible. El contraste es rico en luces y sombras, de fuego y de humo. El color intenso del pánico ya toma matices exagerados pero rítmicos, retoma constantemente varias posiciones con movimientos graciosos y bruscos cada segundo, como en una agonía eterna. 
Su gran obra, para la memoria se llamará precisamente: La Eterna Agonía.
El griterío se densifica y se une con los estrépitos secos y esporádicos de la combustión. Pero ya no se sabe si es un rumor porque el humo debilita cualquier posibilidad de conciencia y el fuego consume todo inexorable e inconteniblemente. Todo se convierte en una masa amorfa y satánica de belleza oscura y mustia. Ahora es aquí y allá, hoy y mañana, amor y tristeza, pasión y dolor, luz y tinieblas... Todo merma ante el cobijo del fuego, todo se acaba, todo se ensordece en un silencio inerte y lóbrego. Pero muere Pomodoro sin dicha ni emoción, porque nota con fatalidad, en su agonía, que su creación no fue perfecta: no todos ven la muerte del mismo color.

Pessimum diem ignoto (2002)

Hoy amaneció, igual que cualquier día del almanaque. Sonrió el sol, eso sí, con mayor intensidad. Un día hermoso de celajes pardos, ruidosos de pájaros. El cosmos entero cumple con su rutina, se esmera, pero hoy amaneció allá en el vasto cosmos, más acá en los pájaros, y a pesar de ello, es el día en que se acaba el día. Diem ignoto
La gente camina, susurra, busca y se acostumbra fríamente a lo irremediable, esto es, la labor, el sustento, la ansiedad, el afán. Pero yo permanezco, me detengo en la cotidianeidad y siento que el sol salió sin tomarme en cuenta; se las ingenió para aguijonearme luz sin preguntarme si lo necesitaba porque ni siquiera yo lo sabía, pues hoy, mi hoy, carece de luz en realidad. No existe la armonía de la naturaleza, algo camina mal. No hay concordia con la geometría de los cielos y mi moral.
No me dijeron. Nadie me advirtió que llegaría hoy, donde lo que hice ayer no sirve para nada, donde lo que dije ayer se quedó precisamente allí. Donde al aire que aspiré profundamente en mis suspiros, ya hoy conforman otros que no son los míos, y no lo serán. Donde una gota de recuerdo se hace hoy mar, porque ayer la desprecié y hoy me ahogo en ella. ¿Por qué ha de ser así? ¡Quita el aire de una vez y no con tanta longanimidad! ¡Despréciame hoy nuevamente, no me des más oportunidad! Lo extenuante de toda circunstancia es que lo que se dijo, se ha dicho, se oyó, se asimiló y se le dio tiempo para que germinara. Hoy es un árbol de frutos amargos. Quizá si hubiera desistido en su ocasión, si hubiera retractado en su momento, si hubiera especulado mi destino, ese árbol de amargos frutos no me taparía con su sombra inequívoca, donde no veo moraleja ni sazón, pero sí vislumbro la ironía de un destello y me atrapa la visión de lo que pude haber hecho ayer, en instantes infinitésimos, en medio de los inconstantes movimientos de las hojas lozanas. Me pregunto como un niño a esas edades qué haré ahora. ¿Tendría acaso el valor de trepar por su tronco hasta su seno y divisar allí la plenitud del ayer como un posible hoy trocado? O quizá entonces, desde arriba vería la mejor oportunidad de precipitarme al otro lado, en el vacío de hoy… Cobarde y abrumado me detengo y pienso: Esto lo sabré mañana, cuando habiendo decidido subir con ánimo, esperaré lo que hago hoy para resolver este dilema cruento. Absurdo que también me plantearé el día de mañana pues me detendré y bajaré de nuevo. Y así, en la consecución inexorable de los días, esperaré lo que decida, lo que diga, lo que se oiga, lo que germine, y la efímera tranquilidad me invadirá hasta que muera sin la redención, porque siempre amanecerá igual que cualquier día del almanaque.