Todas las tardes a eso de la una, el señor de sombrero
anacrónico se sienta en una esquina bulliciosa de San José como recurso de
adaptación a la soledad y a su miedo a las palomas. Pero hoy no lo hizo. No
llegó a su cita eterna con la decepción y nadie podría decir qué provocó esta
ausencia a su estricta autoterapia de hace seis semanas. Quizá el joven que
acompaña a su padre a trabajar en el aserradero y que siempre lo mira al pasar
de regreso, podría preguntarse si murió. Pero hoy no era miércoles. Tal vez la
mujer apurada que lo mira de reojo cada vez con más cuestionamientos que
interés se pregunte: “¿estará enfermo?”. Pero hoy pasando
por esa esquina de la calle Alfredo Volio y la Avenida 3 volvió la cara hacia su
bolso para sacar un chicle.
Alguien podría determinar ese cambio de hoy, esa
ruptura en la rutina o incluso llegar a formularse si a aquel pobre viejo le
era ya imposible caminar a tres pies para encontrarse con su enemigo invisible.
Pero no, nadie. Nuestro hombre seguirá siendo un incógnito pues el mínimo
esfuerzo por notar que no está permanece lejos aún de los necios transeúntes
cotidianos; y allí, justo donde alguna vez hubo un parque con imponentes
palmeras que miraban contentas hacia la fachada de la Parroquia de Nuestra
Señora del Carmen, está el agreste trono de este rey del pasado, esperando que
aparezca ese su único aliado en las batallas de la modernidad y el dolor, pero
sin poder decir que le extraña pese a tantos y tantos días de compañía a la una
con sus nalgas. “El ajetreo es ciego y no tiene cura. No verá nunca la
luz”, ―pensó alguna vez el viejo en su asiento pétreo una
tarde plomiza de viernes.
Lo extraño es que ayer vino y no parecía que le pasara
algo. Todo fue normal y aunque el recorrido hacia aquel ángulo de piedra ―que obligatoriamente le había deparado su jubilación y su autocastigo― ya no le era tan fácil, notaba con desgano que el arma fiel contra la
lluvia y el sol no le sirvió para su propósito de fábrica, sino que desde hace
algunas semanas iba haciendo una suerte de tercera extremidad, firme y rígida en
su andar pausado e incómodo para el afán general. Pero como no podía dejar de
asistir a la una de la tarde a la esquina para perderle el miedo a las palomas
y evocar sus nupcias, tampoco podía dejar de llevar el paraguas negro. Con su
talante torpe y seco, y su sombrero como clavado en su cabeza nevada, más daba
la impresión de viejo retirado de alguna milicia que ostentaba algún rango
elevado en alguna batalla perdida en algún libro. Y así lo hubiera querido,
porque el respeto que pudiera brindar un pensionado de la reparación de
bicicletas, no había provocado reverencia alguna.
Aquel día era demasiado luminoso. Las radiaciones
solares aguijoneaban las pupilas de los transeúntes y palomas, entorpeciendo
con bochorno sus destinos; pero pudo más la rutina que el sopor y el señor de
sombrero clavado y tercera pierna apareció a la una, sintiendo con pesar la
escasa fluidez de paso que da la senectud pero agradeciendo también la
perseverancia que da la costumbre de una cita a solas ―por si esta vez se lograra combatir su miedo de acercarse a aquel fétido
palomar―, cuando al aproximarse a su asiento ergonómico por la
erosión de sus nalgas sintió como su espalda curveaba forzosamente al impacto de
la posición mientras cobraba aliento. Miró hacia la iglesia esperó el recuerdo
cada vez más borroso, pero una bandada de palomas pasó frente a él de súbito y
liquidó su visión más bella para darle un susto de muerte. Aún jadeante y
sofocado por la caminata, al anciano le sobrevino un mareo que lo turbó unos
segundos, después de los cuales no pudo ver las calles de piedra, o los blancos
edificios de imponentes columnas clásicas y ventanales condensados, ni observó los
faroles esquineros, ni la mano diligente de la limpieza, ni la ceremonia de
cortesía de los sombreros, ni las bellas mujeres que meneaban con gracia sus
sombrillas y mostraban sus vestidos alargados e inflados en sus faldas como en
el día de su boda en el Carmen; ni la inocencia original de los niños, ni las
montañas azules que contrastan con el cielo pálido y pulcro, ni la tranquilidad
que da la paz en pañales, ni nada que hubo conocido en sus épocas de
solidaridad y economía del café y de fútbol en las plazas después de la misa. Al
momento sólo pudo apretar sus ojos varias veces en sincronía con los sístoles y
diástoles de la impresión, y luego aspiró profundo una bocanada de la ciudad,
pues su aliento era de estertor. No tenía ganas de abrir sus ojos y encontrar
el recuerdo ahora doloroso del ritual del arroz a la salida de la iglesia, pero
en la oscuridad de sus párpados encontraba el otro recuerdo por el que huía de
su casa todos los días a la una. Se debatió en el dilema de la luz y la
oscuridad y del aroma de flores y de gases de descomposición, en una eternidad
de cinco minutos y luego alzó su vista como desde un hueco queriendo ver su
contexto ideal como siempre trataba, aquella perspectiva cabal y balsámica de
su mundo feliz que durante las seis semanas no se había podido distorsionar con
el peso de la realidad; pero que se destruía segundo a segundo con cada paloma todos
los días a la una de la tarde desde que murió su esposa de un aneurisma en su vetusto
palomar sin que pudiera ayudarle. Pero esa vez ya no logró negarlo, no era
suficiente el recuerdo doloroso de la iglesia para olvidar su cobardía en el
otro recuerdo, pues el olor a metano del último día lo traía impregnado en las
neuronas. Había sido demasiada la tardanza de la lucidez pues ni siquiera había
podido entrar en aquel palomar aún después de cerciorarse de que ya no
revoloteaba la última paloma. Unas palabras resonaban como un taladro en su
mente: “Es capaz que un día me muera yo aquí y vos no podás entrar”. Y una
imagen ahora más clara que sus recuerdos entrañables se empezó a distinguir
entre la nube de humo negro y el ambiente arrojó la nefasta y disonante melodía
del ruido, quebrantando cualquier intento de reflexión y se hizo venir lo que
siempre esperó sin esperar, pero que no comprendió por completo sino a unos
segundos de que despertara del letargo de su utopía. Sin embargo quiso vivir
ese minuto, segundo por segundo, paloma por paloma, y abrió los ojos con cierta
timidez, como si le fuera devuelta la vista o como si hubiese sido sorprendido
sonriendo dormido. El espectro alrededor era incontrovertible: “la polución es
una con el asfalto negro y calcinante y con las anchas paredes de los
edificios. Las miradas están perdidas y enfrascadas en sí mismas por el odio al
compromiso y al adoctrinamiento narcisista. La sinceridad ahora es lo que no se
dice. La tolerancia ahora es lo mismo que la despreocupación. La ignorancia es
el peor de los males. El trabajo, un mal necesario y sabe raro. Todos trabajan.
Todos ensucian sus rostros con esa mueca de asco cuando algo sabe raro. Esos
autómatas sólo van y vienen como en laboriosa comunidad de hormigas
encapsuladas en domos de cristal, con la intención de no tocarse y traspasarse,
sus ojos ya no contemplan, ahora van mirando pequeños rectángulos que parecen
darles órdenes…”
El viejo contempló exánime todo aquello que por
diferencia de épocas, de momentos y de destinos se le hacía en absoluto
desconocido e imposible, por lo que aquella visión impactó su retina e imprimió
algo ininteligible en su sensatez. “Simplemente ―pensó― las palomas ya no son
blancas”.
Quitó su sombrero como en reverencia. El espasmo de la
impresión no había acabado. Sus movimientos eran mecánicos, lo traicionaban. El
metano de su ropa era más profundo, su cobardía más ineludible, el eco de
aquellos gritos más horrorosos. Volteó su vista hacia un punto en lo alto de un
edificio que se erguía mudo sobre los demás y observó en las marquesinas y
salientes, miles de manchas plomizas y alargadas que las coloreaban en el arte
burdo de la gravedad. Más alto, inalcanzables y tontas, unas palomas azuladas y
grisáceas (quizá por el contacto perpetuo con el humo) yacían revoloteando e
impregnando sus entrañas por doquier e inquietando sus nervios como en la
primera noche sin su esposa.
La arrebatada observación del viejo se vio truncada
por un golpe líquido de algo en su ceño. Apenas pudo llevar dubitativos sus
dedos a la frente y observar su mano, y la frustración inequívoca se apoderó
por entero de su realidad: la esperanza senil lo había abandonado. Lamió la
sustancia blancuzca y gritó a la nada lo que había tratado de ocultar siempre:
―¡Soy como la mierda de pájaro!