En cierto momento, Lucho me contó el infortunio de su amor; pero yo no supe descubrir en qué momento él tomó la trágica resolución, mas ahora sí imagino por qué. Lo asumí incrédulo cuando vi en sus ojos los horrendos estragos de la nueva consciencia y notar además un olvido improvisado. Me estremece las vísceras cuando lo materializo en mi mente. Aún no le creo.
Sucedió unos días después de sus desesperadas cuarenta y ocho horas, nefastas para su mente y para su alma.
Recordé que primero me mencionó que la embriaguez de la pasión lo despojó de su voluntad en un momento que no esperaba…
Lucho creía encontrarse alerta, atento a cualquier sentimiento fulminante, que sometiera la dirección de su razón. No lo notó, y una vez más cayó en su abismo. Pero le gustó, porque creía reinar en él y dominar ese estado de ánimo, mientras realmente el efecto era inverso: estaba por debajo de sus descomunales pies.
Mona, una mujer con cuerpo de niña y madurez del mismo tamaño, arbitrariamente tomó prestado su corazón; y a ella también le gustó. Él le pertenecía a Mona; le pertenecía desde que su mirada encontró la de él, cuatro meses atrás. Pero una vez más había dado lugar lo inevitable, complemento inseparable del querer acelerado: la intriga del odio; el ave rapaz que devora los restos de la esperanza muerta.
Lucho había cometido el error más infame, el error de la carne. Infidelidad que costó cara, porque Mona lo despidió de su vida. Pero Lucho parecía indiferente, ya que no asimiló adecuadamente la equivocación y confió en el tiempo de dos semanas para suponer que Mona la olvidaría, y recapitulara la novela de sus vidas. Pero no fue así, ya que a Mona le dolió en lo más profundo de sus entrañas, sucumbió ante un sufrimiento que nunca exteriorizó por el estúpido temor de que la vieran desnuda de alma: indefensa.
Lucho no pudo contemplar más futuro que el perdón, porque de ella dependía su ser y no habría en él cabida para la soledad. No sólo no le creyó cuando en días anteriores ella le dijo que no quería saber de él con palabras ensayadas, sino que puerilmente lo tomó como una prueba más en su calidad de hombre; una buena razón para jactarse de su ego.
En el principio de los mezquinos dos días, él se encontraba junto con su amigo en el sopor de una playa del pacífico. Allí Lucho coincidió sospechosamente con la pequeña presencia. Citó su cuerpo en aquel lugar sólo por el insigne propósito de la reconciliación. Viajó sin equipaje, sin sustento, porque él encontraría ese sustento en el corazón. Él pretendía remediar fácilmente las circunstancias, y con una meticulosidad digna de un científico y la ayuda del destino incompetente, ideó un itinerario con el cual podría hacer fluir el sentimiento más puro en cualquier mujer-témpano.
Planeó convencerla platicando a la luz de la fase más imponente de la luna. Arena, estrellas y mar le añadirían el ingrediente infinito: Dios. Una brisa fresca de playa a media noche, haría que ella deseara intensamente su calor. El sol se presentaría indirectamente en su perorata, a través del espejo lunar, a su vez reflejado en el mar calmo; así tomaría la energía necesaria para transformar en calor sus palabras. En el sagaz destello de sus ojos se distinguía la chispa cegadora del Espíritu Santo inspirador.
Todo coincidía bien y su cabeza sólo admitía la figura principal de su existencia en el anhelado contexto. Preparó durante horas el encuentro, sus detalles y sus contingencias más predecibles. Todo se agolpaba en su soñadora testa y hacía que se manifestaran sus cualidades más profundas del cerebro, marañas de razonamientos abstractos y pericia deductiva de elevados niveles. Pero no reparó en el destino: estricta probabilidad matemática; Karma de casualidades y causalidades. Ahora éstas serían las protagonistas principales de su realidad, ya que llegado el momento, no advertiría un antecedente: ella no había olvidado aquel error; dudaba todavía, por lo se le antojaría bochornosa tal situación. No había cambiado su postura, todo permanecía doloroso y sin cicatriz en su cabeza. Él no lo presintió, no asumió el posible fallo; confiaba demasiado en su inteligencia ingenua.
Encomendó decididamente a su buen amigo que le revelara a ella el sentido de las siguientes horas, el sentido de su encuentro. Minutos más tarde, su amigo con las manos atadas y el dolor en el corazón, repitió el alegato de ella ante el estupor de su allegado. En ese momento Lucho quiso no haber existido. Ella no quería volver a verlo, no lo admitiría más en su vida; ya todo estaba dicho. Pero la razón no lo aceptó y no hizo más que omitir de su memoria lo que había escuchado y decidió con determinación, hablar él mismo.
"El corazón y la mente se traicionan" ―dijo él al describirme cuando sintió aglutinarse la sangre en el corazón y el característico mareo cerebral posterior a la certeza de lo desconocido― al presenciar a través de ella, la verdad inverosímil en cuatro palabras: “¡No quiero verte más!”.
La presencia de él la irritaba de tal manera que apenas lo dijo, volteó su cuerpo y le impuso la barrera de su espalda, ignorándolo para siempre…
Él se desplomó en el vacío, el mundo tenía su estatura. Todo lo que había conglomerado en su cabeza, horas atrás, se descalabró junto con los huesos de su cuerpo provocándole la sensación infame, matizada de coraje y dolor. Quedó paralizado, atónito en su estupidez hasta que llegó a sentir que los transeúntes clavaban sus miradas, como arpones, en su patética figura, y reparó que había permanecido allí durante mucho tiempo: un siglo.
“Quería perforar mi pecho y sacar el corazón para embarrarlo en el piso” ―me dijo cuando reencarnó en su cerebro aquel dilema―.
Presintió que sufriría eternamente en el claustro cóncavo de su cabeza y nada podría cambiarlo... ¿o sí?
Su mente cotejó entre lo que acababa de escuchar y las memorias de la pequeña porción de vida que había respirado con ella, sin encontrar vestigios de respuesta. Recordó los agridulces momentos de los cuatro meses apresurados que disfrutó al lado suyo. Ensimismado y egoísta, reunía a su antojo cada recuerdo hasta que lo abofeteó la certeza del sentimiento infinito de impotencia: nada volvería a ser igual. Las sensaciones más exquisitas, los sabores gratificantes de palabras espontáneas e instantes secretos, los atesoró uno por uno pero de golpe, vaticinando que no volverían a tomar lugar, en los recovecos de la realidad.
Su noche fue triste. Como un estropajo, dirigió sus desconsolados pasos por el camino de flores y fragancias escogidas por él, donde había imaginado, caminaría con ella hasta la fresca playa. Ahora esas flores estaban marchitas y las fragancias se tornaron fétidas.
Sentado en su desesperación, exánime, trastabilló su ser en conglomerados de insensateces, de absurdos y de ideas asintóticas a la razón: conjuntos de nada en un todo que se llamaba Mona.
En una escueta vigilia, admiró la incontenible fuerza del mar, su brisa, su sonido vano y lloró. Bajo el sereno y acompañado por sus zancudos pensamientos, pernoctó con la certidumbre del futuro y en la penumbra advirtió su caos. Soñó dormido o despierto, que como una tormenta, su pensamiento se unía al mar y formaba una increíble tempestad, destruyendo todo a su paso, hasta que la silueta vaga de Mona se dibujó en el cielo y descendía, mientras que el tornado inclemente mermaba enojado, y se desintegraba completamente junto con él...
Cuando abrió sus ojos al golpe del viento de la mañana, se consternó su pensamiento al saberse despierto, al saberse vivo.
Todas las imágenes acumuladas del rostro de Mona se manifestaban incontenibles, como tratando de saturar su mente entera porque de algún modo, estos pensamientos sabían que no iban a tener el relleno en su futuro. Yació allí durante varios minutos, fijando su despectiva vista en las personas tratando de ocupar sus ideas en irrelevancias y se alejaran de aquel nombre. No pertenecía a la sociedad, su universo era él. Admiró a los indómitos personajes; los tomaba y adquirían sentido en sus sesos cuando analizaba su indiferencia, ajenos a su ser, egoístas en sí mismos; y los odiaba. Tomó posición vertical y caminó en dirección del agua salada. No tomando conciencia de sus pasos metió su carne y se mojó. Su amigo lo buscaba por la playa, también ajeno a su atribulado interior; cuando atisbó su ser brillante en el agua. El tiempo transcurrió más lento que de costumbre para el infeliz cuando el amigo trató de correr a su lado, pero ya Lucho no estaba ahí, el mar lo notó y trató de reclamarlo como suyo. Su amigo contempló perplejo la poderosa fuerza de gravedad pero estaba lejos de su alcance. Lucho despertó del coma y súbitamente accedió a su conciencia, pero era tarde, sus globos oculares sólo ya distinguían cielo… agua… cielo… agua… Dios… agua… Dios… muerte… espuma…
Su amigo había permanecido inmoto durante los interminables segundos pero al fin prorrumpió en el acto. Mas fue un nuevo intruso en el mar. Lucho derrochó sus ínfimas fuerzas y lo abrazó por el cuello; su masa hundió a su salvador y este instante le ayudó a tomar algo del aire perdido, pero paulatinamente escaseó. El amigo, yació bajo el agua unos segundos y saltó a la superficie; las olas fueron más fuertes que él y lo encausaron hacia la orilla. Su papel de salvavidas había terminado. Lucho aún peligraba a catorce metros de la costa, sus fuerzas físicas se esfumaban porque las del alma lo hicieron primero.
Agua… cielo… agua… Dios… vida… frío… paz... muerte… sal… nubes… agua…
Finalizaba su número mas aún logró escuchar como un lamento la voz de su amigo desde la orilla: <<¡La siguiente ola!>>. Y como suspiro de agonizante movió su infeliz cuerpo en dirección de la playa a través de la corriente ya resignada. Una, dos olas y logró tocar arena bajo sus pies. Se incorporó y cabeza baja tosió agua copiosamente. El terror lo llevó a dirigirse con pequeños saltos hacia la protección del firme sol. Sentado miró el líquido inconmensurable junto con su amigo. Había dejado su alma olvidada allí. Instantes eternos... No admitieron algún pensamiento coherente durante varios minutos hasta que la inminente razón lo devolvió a la realidad. Lucho miró borrosamente de soslayo la muchedumbre que le pareció muda y soez, y una ráfaga de viento interno lo heló cuando sintió que sus sentidos lo traicionaban al fijar su vista, entre el enjambre, la figura más importante de su vida. Ella permanecía allí, también muda, impávida e indiferente; caprichosamente ajena a lo acontecido; el sentimiento desgarrador de la noche anterior se repitió con más estruendo, en la sustancia vacía de Lucho. Ahora también sintió cómo la injusticia, la ciega injusticia vagaba en el ambiente como un espíritu cruel.
Vaciló, quiso volver a la mar a terminar lo inconcluso pero el cansancio y el aturdimiento pudieron más.
Mi amigo cambió desde ese momento y para siempre. Me reveló el terrible suceso del mar y el no menos ingrato desencanto de la noche anterior.
Cuarenta y ocho horas perdido en un laberinto emocional.
No pude más que llorar en silencio y culparme porque de algún modo presentí lo que no haría para evitar el desenlace.
En las siguientes semanas el sol no tocó su cara. Lucho se entregó a sus pensamientos. Ensimismado trataba de hallar la forma de olvidar, pero el olvido no estaba en él, no está en el hombre...
Dialogó con su flagelada mente, buscando en sus intersticios respuesta; la halló.
Salió de sí, miró las cuatro paredes que encerraban su cuerpo y buscó la apropiada. Calculó y con precisión quirúrgica estrelló su cabeza.
Lucho perdió la memoria.