miércoles, 5 de enero de 2011

Carta a mi gato perdido (2001)

Querido Lunes:

Desde que te fuiste sólo pienso cuándo vas a aparecer sorpresivamente por la ventana, como de costumbre mojado, hediondo y arañado, cuando te escapabas en esas escapadas de gato que se demoran varios días. Pero sé que no será así, la realidad es que no volverás. Sé que odiabas el bendito cascabel que te obligué poner, pero entiende que debías ser singular y chistoso. Quizá te cansaste del mismo alimento apestoso y concentrado en la misma molesta taza. Tal vez te fastidiaba que siempre te bajara del sillón de un empujón mientras dormías plácidamente, o que te soplara fuerte y prolongado en los oídos, o que te alzara cuando no querías y te apretara contra mi pecho, o de llamarte con ese ridículo nombre que no querías y que sólo impuse, o de maullarme con todos los tonos posibles sin que yo entendiera una “palabra” que significara que tenías hambre. Tal vez por eso dejaste de jugar con cualquier cosa y trepar por las cortinas para atrapar una sombra. Te volviste viejo y aburrido, y es que yo no entiendo eso de los años gatunos, sólo pretendía que eras eterno y que era cierto lo de las nueve vidas. Después de estas semanas sin tus pelos por todo lado, he soñado de todas las maneras imaginables para un chico, el glorioso día de tu aparición. Eras genial, robusto y esbelto con tu traje de gala de levita negra y pechera, guantes y medias blancas y ojos verde lima. Desearía que estuvieras unos segundos solamente, para acariciarte como siempre en tu cabeza, para darte palmaditas, para quedarme viéndote y analizándote mientras no haces nada, o mientras te acicalas lenta y pacientemente, o mientras miras con esos ojos profundos a la nada, nunca a mí. Vuelve, ya me mortifican mis amigos diciéndome que a lo mejor llegaste a formar parte de algún menú oriental o que algún joven bribón te lanzara de algún acantilado o te prendiera fuego después de bañarte en alcohol.
Quizá te cansaste de siempre lo mismo, de dormir dieciocho horas por día encima del televisor o de mi ropa sucia y luego despertar, vagabundear por ahí husmeando cualquier cosa alrededor, cualquier cosa, sin que yo lo comprendiera. O tal vez odiabas que te aplastara la cola con la puerta de la refrigeradora cuando buscaba la leche para darte, que, casi siempre, por tu desesperación, mojaba tus orejas. A veces pienso que realmente no soportabas al perro que, aunque pequeño y fácil de vencer, te fastidiaba la vida con sus estupideces caninas, juegos incomprensibles y ladridos ensordecedores. Te observaba y parecías harto, tratando de ser indiferente y educado, pero después de un rato era demasiado y tenías que morderle una oreja o el cuello para que se fuera melindroso fuera de tu olfato. Pero no entiendo, por otra parte parecía gustarte que te acariciara el pescuezo y torso blanco mientras ronroneabas gustoso. O también cuando te daba a lamer las latas de atún vacías o algún pedazo de paté que cayera al suelo. No he borrado lo único que fuiste capaz de dejarme aparte de dos o tres fotografías familiares. Recuerdas que digitaba en el teclado y estabas un tanto consentido, subiste al escritorio y tecleaste:

eeeeehjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjwqqqqqqqlji344444444444444444444444444444444444444444.

Interrumpiste mi trabajo mas aquí está, lo conservé. Pero, ¿por qué no hablabas? ¿Por qué razón no articulaste palabras? Después de tanto tiempo con los humanos debiste aprender alguna. Aunque entiendo que ustedes los gatos se dedican a ustedes y nada más, a satisfacer cuando les place las ganas de que los consientan o que los alimenten. Creo que subestimé a los felinos, pues pensé que me apreciabas por mis cuidados y todas las muestras de aprecio de mi parte. Hasta te consideraba uno de los nuestros. Mi apego era tal, que iba a castrarte para que permanecieras hogareño el resto de tu vida, precisamente al día siguiente que te fueras.

P.D.: ¿Qué quieren decir las ciento cuatro jotas seguidas?

Atentamente, 

Tu exdueño.

viernes, 15 de octubre de 2010

Sinopsis de la enésima sinfonía (2004)

Consta de dos movimientos bien diferenciados. El movimiento inicial se desenvuelve sin el director, por lo que aunque está escrito claramente, se tiende sin embargo en forma poco ordenada a su ejecución, aunque las suaves notas de los violines se desarrollan aún, rítmica y suavemente como en una oda ingenua (corporal) en mi menor. Pero gradualmente cada una de las secciones se adiciona al argumento inicial, mas sin base sólida, pues se desata una atmósfera experimental de jugueteo en stacatto con los fragmentos primitivos y una paulatina decadencia de la línea principal. Entra luego una tonalidad esquiva (espiritual) que se abre paso sigilosamente pero con cierta decisión entre un larguetto brillante de cuerdas que acondicionan con tensión y cierta espesura. Se entremeten golpes percutivos en síncopas no bien definidas y se alternan las voces de las cuerdas y los vientos, como en una prolongada conversación que, cada segundo se agrava y hace que se pierda la paz original, mientras se establece una acalorada disputa. Se negocia la entrada de las otras secciones que no han tenido participación hasta el momento, pero de forma atonal, como en un caos barroco con matices de un modernismo degenerado. El tema principal ahora va perdiendo significado y claridad entre la miríada de asociaciones confusas entre el corno y la viola principales, el fagote y el chelo, la flauta y los timbales, los violines segundos y los contrabajos; golpeando insonoros acordes y acentuando inútiles notas que crean un ambiente de cánones difusos y disonantes, desencadenados por una especie de lucha de poderes entre las partes. Todo llega a un enérgico y trastornado clímax, desesperante, arrítmico, donde no se distingue el cúmulo de trazos que hilvanaban cadentemente el tópico del comienzo, sino que llega a predominar una maraña de pizzicatos y acordes dubitativos, con contrapuntos débiles, casi fantasmas, degradándose en un inmenso calderón que cada instrumento escoge arbitrariamente, desatando el final quizá, hasta esperado.
El segundo movimiento principia con la entrada por demás heroica del director, quien, con un traje blanco manchado de sangre, ordena con su sola mirada el desorden predominante de las secciones. Con un golpe categórico de la batuta en el atril, inicia a ritmo de bombo y redoblante una especie de danza gloriosa de un nuevo nacimiento, allegro assai, brillante y sublime, que borra los efectos insonoros del primer movimiento. Se adquiere seguridad en la interpretación correcta de las partituras originales, a medida que el maestro director sostiene sus manos en el aire ejecutando solemne, mientras da permiso de entrada a las secciones que en exquisito orden, se añaden candentes, lozanas y naturales. Fluyen los tiempos y se entona una melodía triunfal con los metales que prepara el entorno victorioso, alimentado por la vivaz y flagrante danza de los chelos que se integran sucesivamente, en escalas pentatónicas extensas y soberanas, maquillando milagrosamente la disonancia inicial, y haciendo olvidar por completo la anarquía primera. Todo se desenvuelve en forma entusiasta y espectacular, porque indisolublemente retorna al origen del performance, ya no hay perversión de los instrumentos ni de las leyes musicales, sino que se troca todo aquello en un elaborado minuet hermosamente acompasado. El tema y propósito de la obra entera se distingue ahora… Adagio molto e cantabile. Mientras se reanuda el cauce fluido que siempre tuvo que tener, se va acondicionando una ambientación festiva y jubilosa, que evoluciona en matices y melodías con trazos maravillosos. Todo trascurre sin menor objeción, sin mayor encrucijada, por lo que el Autor logra el cometido, la sensación inagotable y placentera de una portentosa redención, de una verdadera sinfonía magnífica, que podría prolongarse, si se quiere, por toda la eternidad…

miércoles, 13 de octubre de 2010

Palomas blancas, palomas grises (2001)

Todas las tardes a eso de la una, el señor de sombrero anacrónico se sienta en una solitaria esquina de una avenida concurrida. Pero hoy no lo hizo. No llegó a su cita eterna con la decepción y nadie podría decir qué provocó su ausencia. Quizá el joven que acompaña a su padre a trabajar en el aserradero y que siempre lo mira al pasar de regreso, podría preguntarse si murió. Pero hoy no era miércoles. Tal vez la mujer bella que lo mira de reojo cada vez con más cuestionamientos que interés se pregunte: ¿Estará enfermo? Pero hoy pasó por esa esquina y en ese instante volvió la cara hacia su bolso para sacar un chicle.
Alguien podría determinar ese cambio de hoy, esa ruptura en la rutina, incluso cuestionarse si a aquel pobre viejo le era ya imposible caminar a tres pies para encontrarse con su amigo invisible, pero no, nadie. Nuestro hombre seguirá siendo un incógnito ya que el mínimo esfuerzo por notar que no está permanece lejos aún de los necios transeúntes cotidianos; y allí, justo donde alguna vez hubo una pared de adobe está el agreste trono de este rey del pasado, esperando que aparezca ese su único aliado en las batallas de la modernidad pero sin poder decir que le extraña, a pesar de tantos y tantos días de compañía a la una con sus nalgas. El ajetreo es ciego y no tiene cura. No verá nunca la luz”, pensó alguna vez el viejo en su asiento pétreo una tarde plomiza de viernes.
Ayer vino y no parecía que le pasara algo, todo fue normal; aunque el recorrido hacia aquel ángulo de piedra que obligatoriamente le había deparado su jubilación, ya no le era tan fácil, pues el viejo notaba con desgano que el arma fiel contra la lluvia y el sol no le sirvió para su propósito de fábrica, sino que desde hace algunos meses iba haciendo una suerte de tercera extremidad, firme y rígida en su andar pausado e incómodo para el afán general. Pero como no podía dejar de asistir a la una de la tarde a la esquina, tampoco podía dejar de llevar el paraguas negro. Con su talante torpe y seco y su sombrero como clavado en su cabeza nevada, más daba la impresión de viejo retirado de alguna milicia que ostentaba algún rango elevado, de alguna batalla perdida en algún libro. Así lo hubiera querido, porque el respeto que pudiera brindar un pensionado de la reparación de bicicletas, no había provocado reverencia alguna.
Aquel día era demasiado luminoso. Las radiaciones solares aguijoneaban las pupilas de los transeúntes y entorpecían con bochorno sus destinos; pero pudo más la rutina que el sopor y el señor de sombrero clavado y tercera pierna apareció a la una, sintiendo con pesar la escasa fluidez de paso que da la senectud pero agradeciendo también la perseverancia que da la costumbre de una cita a solas, cuando al acercarse a su asiento ergonómico por la erosión de sus nalgas sintió como su espalda curveaba forzosamente al impacto de la posición y se tranquilizó. Aún jadeante y sofocado, el anciano ya no pudo ver de una vez las calles de piedra, o los blancos edificios de imponentes columnas clásicas y ventanales condensados, ni observó los faroles esquineros, ni la mano diligente de la limpieza, ni la ceremonia de cortesía de los sombreros, ni las bellas mujeres que meneaban con gracia sus sombrillas y mostraban sus vestidos alargados e inflados en sus faldas, ni la inocencia original de los niños, ni las montañas azules que contrastan con el cielo pálido, ni la tranquilidad que da la paz en pañales, ni nada que hubo conocido en sus épocas de solidaridad y economía del café. Al momento sólo pudo cerrar sus ojos, al compás del salto de sus pies que reaccionaron a la impresión, y respiró profundo, pues no tenía aire, ni ganas, pero esperó una eternidad de cinco minutos, y entonces sí, alzó su vista como desde un hueco queriendo ver su contexto ideal nuevamente, que a pesar de los años no se había podido distorsionar ni confundir con el presente; aquello que le sonreía todos los días a la una de la tarde desde que murió su esposa de un aneurisma en su vetusto palomar. Pero esa vez ya no, no necesitaba el recuerdo doloroso, ni siquiera el olvido: había sido demasiada la tardanza de la lucidez pues no tuvo que esperar la posibilidad de una visión, pues no le dio tiempo. Lo sentía venir eso sí y quizá lo había sabido desde que se pensionó hacía veintiún años: “Llegará tu día” le había dicho su esposa.
Una imagen ahora más clara que sus recuerdos entrañables se empezó a distinguir entre la nube de humo negro y el ambiente arrojó la dulce melodía del ruido, quebrantando cualquier intento de reflexión y se hizo venir lo que siempre esperó sin esperar, pero no lo comprendió a cabalidad. Sin embargo quiso vivir ese minuto, segundo por segundo y abrió los ojos con cierta timidez, como si le fuera devuelta la vista o como si hubiese sido sorprendido sonriendo dormido. El espectro alrededor era real: la polución es una con el calcinante asfalto negro y con las paredes anchas de los edificios. Las miradas estaban perdidas y enfrascadas en sí mismas por el odio al compromiso. La sinceridad ahora es lo que no se dice. La tolerancia ahora es lo mismo que la despreocupación. La ignorancia es el peor de los males. El trabajo, un mal necesario y sabe raro. Todos trabajan. Todos ensucian sus rostros con esa mueca de asco cuando algo sabe raro. Esos autómatas sólo van y vienen como en laboriosa comunidad de hormigas encapsuladas en domos de cristal, con la intención de no tocarse y traspasarse.
El viejo contempló exánime todo aquello que por diferencia de épocas, de momentos y de destinos se le hacía en absoluto desconocido e imposible, por lo que aquella visión impactó su retina e imprimió algo ininteligible en su sensatez. “Simplemente pensó las palomas ya no son blancas”.
Quitó su sombrero como en reverencia. El espasmo de la impresión no había acabado. Sus movimientos eran mecánicos, lo traicionaban. Volteó su vista hacia un punto en lo alto de un edificio que se erguía mudo sobre los demás, y observó en las marquesinas desteñidas, miles de manchas plomizas y alargadas que las coloreaban en el arte burdo de la gravedad. Más alto, inalcanzables y tontas, unas palomas azuladas y grisáceas (quizá por el contacto perpetuo con el humo) yacían revoloteando e impregnando sus entrañas por doquier.
La arrebatada observación del viejo se vio truncada por un golpe líquido de algo en su ceño. Apenas pudo llevar dubitativos sus dedos a la frente y observar su mano, y una inequívoca frustración se apoderó por entero de su realidad: la cuerda esperanza lo había abandonado. Lamió la sustancia blancuzca y gritó a la nada lo que había tratado de ocultar siempre:
¡Todo sabe a mierda de pájaro!

Soñar sin parpadear (2000)

Sentado en un cómodo sillón reclinable me dispuse a dormir. Mi trabajo durante la mañana me había acabado por la tarde. Así que casi en posición supina, mi cuerpo se sentía en una nube, que olía un poco a viejo. Un par de minutos después que me hube acomodado y de entregarme a las fauces de la inconciencia, una mosca verdusca se posó en mi brazo izquierdo con la tranquilidad de un permiso que no le di. La espanté dos o tres veces con movimientos bruscos pero torpes de mis miembros que ya casi ni sentía pero, como reclamando un lugar que le pertenecía, insistió la mosca ahora en mi brazo derecho. La dejé. De todos modos ya me había dispuesto a olvidar el exterior y además no quería permitir que me arruinara el dulce regalo del trabajo arduo. Ya viéndose sola, la mosca no se movió mientras yo tampoco. Me veía eso creo, haciendo reflejar sus tonalidades verdes y brillantes en mis pupilas. O al menos eso soñé, sí, soñé que me husmeaba insoportablemente ahí, con sus cientos de ojos, posada en mi brazo derecho. Ella parecía cansada. Seguramente había volado por ahí durante mucho tiempo y en su efímera vida, estaba por morir de agotamiento. Pensé en cómo una mosca podría cerrar los ojos al dormir si es que dormían e imaginé las centenas de párpados cerrándose en sincronía. Empecé a soñar que la mosca soñaba que yo la veía y que argumentaba sobre mi cansancio también, mientras yo me dormía y cerraba simultáneamente mis dos ojos, y que comparaba la abismal diferencia entre el número de ojos suyos y míos. Mil tres y dos. Extraña proporción se decía. Yo con mis ojos en sincronía, lo puedo ver en todas sus perspectivas, desde todos los ángulos, en una periferia cóncava. En cambio él, solamente con un par de ojos no me determina ni se beneficia de la vista de mi complexión y estructura exoesquelética, hermosamente coloreada de verde brillante. Dos ojos que no me verán más, pues muero, y también porque se ha dormido sin contemplarme.

Sueños y señas (2000)

Soñé que morí, pero no que estaba muerto, sino que moría. No recordaba estar enfermo, sentirme mal o presentar algún cuadro clínico, por más que lo analizara. No tenía señas de arritmias cardíacas, pero me dolía levemente el corazón. Aunque no era un dolor físico, sino como del alma. Primero sentí como que todo mi ser se concentró allí, después un hormigueo, luego una paz increíble. En ese lapso recordé algunos fragmentos alegres de mi vida y otros no tanto, recordé personas que amé y a otras que no; pero durante estas visiones, me sobrecogí al notar que no me importaba. El amor y el rencor que sentí en vida ahora eran un solo sentimiento, el mayor, pero no eran nada ante la certeza de liberación de un cuerpo débil. No extrañaba al mundo. Me sumergí en el nuevo mar de paz, entonces estaba sólo yo, en la anónima y desconocida experiencia que, sin embargo, no me inquietaba. No supe si estaba inconsciente más que consciente, solamente estaba ahí, con una amnesia absoluta y en un silencio infinito. No vi luces o solemnes túneles, no vi ángeles o personas muertas; únicamente sentí un profundo cansancio que se apoderó lentamente de cada gramo de mi carne, de cada centímetro de mi hechura estéril hasta consumirla y agotarla completamente. Luego mi alma me decía que también se cansaba. Era un cansancio distinto, dulce, poderoso, intenso, pues no titubeé en cerrar los ojos de mi interior y me dormí. Al otro día, no pude despertar.

Volver a comenzar (1998)

En cierto momento, Lucho me contó el infortunio de su amor; pero yo no supe descubrir en qué momento él tomó la trágica resolución, mas ahora sí imagino por qué. Lo asumí incrédulo cuando vi en sus ojos los horrendos estragos de la nueva consciencia y notar además un olvido improvisado. Me estremece las vísceras cuando lo materializo en mi mente. Aún no le creo.
Sucedió unos días después de sus desesperadas cuarenta y ocho horas, nefastas para su mente y para su alma.
Recordé que primero me mencionó que la embriaguez de la pasión lo despojó de su voluntad en un momento que no esperaba…

Lucho creía encontrarse alerta, atento a cualquier sentimiento fulminante, que sometiera la dirección de su razón. No lo notó, y una vez más cayó en su abismo. Pero le gustó, porque creía reinar en él y dominar ese estado de ánimo, mientras realmente el efecto era inverso: estaba por debajo de sus descomunales pies.
Mona, una mujer con cuerpo de niña y madurez del mismo tamaño, arbitrariamente tomó prestado su corazón; y a ella también le gustó. Él le pertenecía a Mona; le pertenecía desde que su mirada encontró la de él, cuatro meses atrás. Pero una vez más había dado lugar lo inevitable, complemento inseparable del querer acelerado: la intriga del odio; el ave rapaz que devora los restos de la esperanza muerta.
Lucho había cometido el error más infame, el error de la carne. Infidelidad que costó cara, porque Mona lo despidió de su vida. Pero Lucho parecía indiferente, ya que no asimiló adecuadamente la equivocación y confió en el tiempo de dos semanas para suponer que Mona la olvidaría, y recapitulara la novela de sus vidas. Pero no fue así, ya que a Mona le dolió en lo más profundo de sus entrañas, sucumbió ante un sufrimiento que nunca exteriorizó por el estúpido temor de que la vieran desnuda de alma: indefensa.
Lucho no pudo contemplar más futuro que el perdón, porque de ella dependía su ser y no habría en él cabida para la soledad. No sólo no le creyó cuando en días anteriores ella le dijo que no quería saber de él con palabras ensayadas, sino que puerilmente lo tomó como una prueba más en su calidad de hombre; una buena razón para jactarse de su ego.

En el principio de los mezquinos dos días, él se encontraba junto con su amigo en el sopor de una playa del pacífico. Allí Lucho coincidió sospechosamente con la pequeña presencia. Citó su cuerpo en aquel lugar sólo por el insigne propósito de la reconciliación. Viajó sin equipaje, sin sustento, porque él encontraría ese sustento en el corazón. Él pretendía remediar fácilmente las circunstancias, y con una meticulosidad digna de un científico y la ayuda del destino incompetente, ideó un itinerario con el cual podría hacer fluir el sentimiento más puro en cualquier mujer-témpano.

Planeó convencerla platicando a la luz de la fase más imponente de la luna. Arena, estrellas y mar le añadirían el ingrediente infinito: Dios. Una brisa fresca de playa a media noche, haría que ella deseara intensamente su calor. El sol se presentaría indirectamente en su perorata, a través del espejo lunar, a su vez reflejado en el mar calmo; así tomaría la energía necesaria para transformar en calor sus palabras. En el sagaz destello de sus ojos se distinguía la chispa cegadora del Espíritu Santo inspirador.
Todo coincidía bien y su cabeza sólo admitía la figura principal de su existencia en el anhelado contexto. Preparó durante horas el encuentro, sus detalles y sus contingencias más predecibles. Todo se agolpaba en su soñadora testa y hacía que se manifestaran sus cualidades más profundas del cerebro, marañas de razonamientos abstractos y pericia deductiva de elevados niveles. Pero no reparó en el destino: estricta probabilidad matemática; Karma de casualidades y causalidades. Ahora éstas serían las protagonistas principales de su realidad, ya que llegado el momento, no advertiría un antecedente: ella no había olvidado aquel error; dudaba todavía, por lo se le antojaría bochornosa tal situación. No había cambiado su postura, todo permanecía doloroso y sin cicatriz en su cabeza. Él no lo presintió, no asumió el posible fallo; confiaba demasiado en su inteligencia ingenua.
Encomendó decididamente a su buen amigo que le revelara a ella el sentido de las siguientes horas, el sentido de su encuentro. Minutos más tarde, su amigo con las manos atadas y el dolor en el corazón, repitió el alegato de ella ante el estupor de su allegado. En ese momento Lucho quiso no haber existido. Ella no quería volver a verlo, no lo admitiría más en su vida; ya todo estaba dicho. Pero la razón no lo aceptó y no hizo más que omitir de su memoria lo que había escuchado y decidió con determinación, hablar él mismo.

"El corazón y la mente se traicionan" dijo él al describirme cuando sintió aglutinarse la sangre en el corazón y el característico mareo cerebral posterior a la certeza de lo desconocido al presenciar a través de ella, la verdad inverosímil en cuatro palabras: “¡No quiero verte más!”.
La presencia de él la irritaba de tal manera que apenas lo dijo, volteó su cuerpo y le impuso la barrera de su espalda, ignorándolo para siempre…

Él se desplomó en el vacío, el mundo tenía su estatura. Todo lo que había conglomerado en su cabeza, horas atrás, se descalabró junto con los huesos de su cuerpo provocándole la sensación infame, matizada de coraje y dolor. Quedó paralizado, atónito en su estupidez hasta que llegó a sentir que los transeúntes clavaban sus miradas, como arpones, en su patética figura, y reparó que había permanecido allí durante mucho tiempo: un siglo.

“Quería perforar mi pecho y sacar el corazón para embarrarlo en el piso” me dijo cuando reencarnó en su cerebro aquel dilema.

Presintió que sufriría eternamente en el claustro cóncavo de su cabeza y nada podría cambiarlo... ¿o sí?
Su mente cotejó entre lo que acababa de escuchar y las memorias de la pequeña porción de vida que había respirado con ella, sin encontrar vestigios de respuesta. Recordó los agridulces momentos de los cuatro meses apresurados que disfrutó al lado suyo. Ensimismado y egoísta, reunía a su antojo cada recuerdo hasta que lo abofeteó la certeza del sentimiento infinito de impotencia: nada volvería a ser igual. Las sensaciones más exquisitas, los sabores gratificantes de palabras espontáneas e instantes secretos, los atesoró uno por uno pero de golpe, vaticinando que no volverían a tomar lugar, en los recovecos de la realidad.
Su noche fue triste. Como un estropajo, dirigió sus desconsolados pasos por el camino de flores y fragancias escogidas por él, donde había imaginado, caminaría con ella hasta la fresca playa. Ahora esas flores estaban marchitas y las fragancias se tornaron fétidas.
Sentado en su desesperación, exánime, trastabilló su ser en conglomerados de insensateces, de absurdos y de ideas asintóticas a la razón: conjuntos de nada en un todo que se llamaba Mona.
En una escueta vigilia, admiró la incontenible fuerza del mar, su brisa, su sonido vano y lloró. Bajo el sereno y acompañado por sus zancudos pensamientos, pernoctó con la certidumbre del futuro y en la penumbra advirtió su caos. Soñó dormido o despierto, que como una tormenta, su pensamiento se unía al mar y formaba una increíble tempestad, destruyendo todo a su paso, hasta que la silueta vaga de Mona se dibujó en el cielo y descendía, mientras que el tornado inclemente mermaba enojado, y se desintegraba completamente junto con él...
Cuando abrió sus ojos al golpe del viento de la mañana, se consternó su pensamiento al saberse despierto, al saberse vivo.
Todas las imágenes acumuladas del rostro de Mona se manifestaban incontenibles, como tratando de saturar su mente entera porque de algún modo, estos pensamientos sabían que no iban a tener el relleno en su futuro. Yació allí durante varios minutos, fijando su despectiva vista en las personas tratando de ocupar sus ideas en irrelevancias y se alejaran de aquel nombre. No pertenecía a la sociedad, su universo era él. Admiró a los indómitos personajes; los tomaba y adquirían sentido en sus sesos cuando analizaba su indiferencia, ajenos a su ser, egoístas en sí mismos; y los odiaba. Tomó posición vertical y caminó en dirección del agua salada. No tomando conciencia de sus pasos metió su carne y se mojó. Su amigo lo buscaba por la playa, también ajeno a su atribulado interior; cuando atisbó su ser brillante en el agua. El tiempo transcurrió más lento que de costumbre para el infeliz cuando el amigo trató de correr a su lado, pero ya Lucho no estaba ahí, el mar lo notó y trató de reclamarlo como suyo. Su amigo contempló perplejo la poderosa fuerza de gravedad pero estaba lejos de su alcance. Lucho despertó del coma y súbitamente accedió a su conciencia, pero era tarde, sus globos oculares sólo ya distinguían cielo… agua… cielo… agua… Dios… agua… Dios… muerte… espuma…
Su amigo había permanecido inmoto durante los interminables segundos pero al fin prorrumpió en el acto. Mas fue un nuevo intruso en el mar. Lucho derrochó sus ínfimas fuerzas y lo abrazó por el cuello; su masa hundió a su salvador y este instante le ayudó a tomar algo del aire perdido, pero paulatinamente escaseó. El amigo, yació bajo el agua unos segundos y saltó a la superficie; las olas fueron más fuertes que él y lo encausaron hacia la orilla. Su papel de salvavidas había terminado. Lucho aún peligraba a catorce metros de la costa, sus fuerzas físicas se esfumaban porque las del alma lo hicieron primero.
Agua… cielo… agua… Dios… vida… frío… paz... muerte… sal… nubes… agua…
Finalizaba su número mas aún logró escuchar como un lamento la voz de su amigo desde la orilla: <<¡La siguiente ola!>>. Y como suspiro de agonizante movió su infeliz cuerpo en dirección de la playa a través de la corriente ya resignada. Una, dos olas y logró tocar arena bajo sus pies. Se incorporó y cabeza baja tosió agua copiosamente. El terror lo llevó a dirigirse con pequeños saltos hacia la protección del firme sol. Sentado miró el líquido inconmensurable junto con su amigo. Había dejado su alma olvidada allí. Instantes eternos... No admitieron algún pensamiento coherente durante varios minutos hasta que la inminente razón lo devolvió a la realidad. Lucho miró borrosamente de soslayo la muchedumbre que le pareció muda y soez, y una ráfaga de viento interno lo heló cuando sintió que sus sentidos lo traicionaban al fijar su vista, entre el enjambre, la figura más importante de su vida. Ella permanecía allí, también muda, impávida e indiferente; caprichosamente ajena a lo acontecido; el sentimiento desgarrador de la noche anterior se repitió con más estruendo, en la sustancia vacía de Lucho. Ahora también sintió cómo la injusticia, la ciega injusticia vagaba en el ambiente como un espíritu cruel.
Vaciló, quiso volver a la mar a terminar lo inconcluso pero el cansancio y el aturdimiento pudieron más.

Mi amigo cambió desde ese momento y para siempre. Me reveló el terrible suceso del mar y el no menos ingrato desencanto de la noche anterior.
Cuarenta y ocho horas perdido en un laberinto emocional.
No pude más que llorar en silencio y culparme porque de algún modo presentí lo que no haría para evitar el desenlace.

En las siguientes semanas el sol no tocó su cara. Lucho se entregó a sus pensamientos. Ensimismado trataba de hallar la forma de olvidar, pero el olvido no estaba en él, no está en el hombre...
Dialogó con su flagelada mente, buscando en sus intersticios respuesta; la halló.
Salió de sí, miró las cuatro paredes que encerraban su cuerpo y buscó la apropiada. Calculó y con precisión quirúrgica estrelló su cabeza.

Lucho perdió la memoria.

Matices y Matanzas (2000)

“El hálito de la muerte no se ve porque no tiene color, pues hace que la sangre, en el último momento, no tenga importancia”

Celeste Rojas Blanco cuando nació, nació blanca de pensamiento y morada de piel, pero cuando niña era morena, canela, con ojos verdes y rizos oro. Sus padres siempre fueron del mismo color, su madre blanca su padre negro. Vivían en los extensos campos verdes de Borgoña, bordeados a lo lejos por montañas azuladas, en una gran casa campestre desteñida de lila y verde. Los Rojas eran de sangre azul, pero dejaron de serlo, las oscuras intenciones de un antepasado los obligó a vivir en la gris miseria.
A Celeste le gustaban las naranjas. Las comía contenta mientras jugaba con sus muñecas pastel sentada en la oscura tierra. Su vestido preferido, el amarillo, siempre se tornaba café al jugar y su madre a la vez le ponía las nalgas rojas.
Celeste era verde en el colegio, en la universidad pensaba rojo y soñaba con su príncipe azul. Ya había guardado las muñecas rosado pastel.
Un día gris de octubre ella se puso su vestido blanco para casarse con un negro. Lo decidieron cuando ella le contó al negro que quería tener hijos de colores para que le sacaran canas verdes. Ella lo dijo al ver en la mirada opaca del negro, el amor encendido, pícaro pero inocente aún. Había conocido a Índigo, cuatro años atrás pintados de rojo tragedia cuando un día, varias nubes grises dejaron caer demasiado líquido incoloro como para contenerlo sobre todo el verde Borgoña, y tiñó de sangre las familias de negros y blancos por igual con su volumen. Se dio alerta amarilla pero la cruz roja no dio abasto. La casa lila ya no era lila, ni verde y ya no era casa. Los padres de Celeste, coloreados del café azabache de la tierra, murieron cuando un alud les calló encima. Celeste nunca volvería a soñar lúcido, claro o limpio. Índigo y Celeste se casaron, pero poco tiempo después, el amor ya no tenía el mismo color, el del fuego y la pasión, porque vivieron constantes épocas color de hormiga cuando los negocios oscuros de café del negro casi lo pintan de rayas blancas y negras en la cárcel de Borgoña. Días duros y plomizos para Celeste cuando además se dio cuenta que el negro Índigo se emborrachaba con vino tinto y que andaba con una amarilla de rosadas quince primaveras. Ella se puso verde de la cólera cuando lo supo, entonces esperó al negro una noche sin gama visible sentada en una mecedora terracota. Se emborrachó ella con vino dulce blanco de naranja, recordando las páginas blanco amarillentas de su pasado y advirtió entonces que tendría un futuro borroso, de tonalidad indefinida. En la mañana siguiente, el sol logró teñir todos
los colores de ese hemisferio, eran los mismos de ayer, el espectro cromático estaba completo. Los halos dorados entraron sin permiso en la habitación, confundiéndose de tono con los desordenados rizos áureos de Celeste. Cuando ella despertó, con los ojos rojizos de la resaca y las mejillas rosadas y arrugadas por el descanso, frotó su cara con las manos, y por un momento sólo vio chispas multicolores mientras se erguía trabajosamente. Había demasiada claridad en el ambiente por demás anaranjado, mas no así en su pensamiento, pues no recordaba el matiz de la noche anterior. Ella yacía de pie a un costado de la cama de mojadas sábanas blancas. A su lado, azulado y degollado, el negro. Descolorida e impávida, Celeste no podía pensar, sólo un instinto puro, ceniciento, le indicó qué hacer. Y así buscó las venas más verdes en su pálida muñeca y las cortó con una navaja bañada en plata. Pero antes de ver negro para siempre, notó que de sus heridas no salía sangre azul, ni roja. No tenía color.