miércoles, 13 de octubre de 2010

Sueños y señas (2000)

Soñé que morí, pero no que estaba muerto, sino que moría. No recordaba estar enfermo, sentirme mal o presentar algún cuadro clínico, por más que lo analizara. No tenía señas de arritmias cardíacas, pero me dolía levemente el corazón. Aunque no era un dolor físico, sino como del alma. Primero sentí como que todo mi ser se concentró allí, después un hormigueo, luego una paz increíble. En ese lapso recordé algunos fragmentos alegres de mi vida y otros no tanto, recordé personas que amé y a otras que no; pero durante estas visiones, me sobrecogí al notar que no me importaba. El amor y el rencor que sentí en vida ahora eran un solo sentimiento, el mayor, pero no eran nada ante la certeza de liberación de un cuerpo débil. No extrañaba al mundo. Me sumergí en el nuevo mar de paz, entonces estaba sólo yo, en la anónima y desconocida experiencia que, sin embargo, no me inquietaba. No supe si estaba inconsciente más que consciente, solamente estaba ahí, con una amnesia absoluta y en un silencio infinito. No vi luces o solemnes túneles, no vi ángeles o personas muertas; únicamente sentí un profundo cansancio que se apoderó lentamente de cada gramo de mi carne, de cada centímetro de mi hechura estéril hasta consumirla y agotarla completamente. Luego mi alma me decía que también se cansaba. Era un cansancio distinto, dulce, poderoso, intenso, pues no titubeé en cerrar los ojos de mi interior y me dormí. Al otro día, no pude despertar.

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